La II Guerra Mundial estalla en 1939, y la Estación Internacional de Canfranc cobra un protagonismo nada deseado.
En el invierno de 1942, los nazis llegan a Canfranc. Un grupo de miembros de la Gestapo, que residen tanto en el hotel como en el pueblo, toman el control de la parte francesa de la estación en noviembre de 1942 y lo mantienen hasta el final de la II Guerra Mundial.
Pero en Canfranc, como en todas las zonas fronterizas donde han existido conflictos y guerras, los bordes y los límites territoriales terminan por emborronarse y no ser definidos, y así cobran protagonismo las tramas de espías entre todos los bandos.
Miembros de la Resistencia Francesa se colaban por Canfranc ayudados en muchas ocasiones por sus vecinos españoles. La estación también fue una vía de escape para los judíos que huían del horror de la Alemania nazi, así como de aquellos alemanes opositores al régimen que pretendían exiliarse, buscando refugio incluso en las casas del pueblo.
Pero también fue un coladero de contrabando, aunque la postura oficial de España era de neutralidad, lo cierto es que Canfranc fue lugar de paso de 1200 toneladas de mercancías mensuales en la ruta Alemania-Suiza y España-Portugal, entre ellas casi 87 toneladas de oro robado a los judíos y, en los países ocupados, de un metal precioso que se blanqueó en España a través de Canfranc.
Parte de este oro fue el pago que Hitler le hizo a Franco por los envíos de toneladas de mineral de wolframio procedente de las minas de Galicia. Este mineral era esencial para el blindaje de los tanques y cañones del ejército nazi, y Franco enviaba este mineral en agradecimiento por la ayuda de Hitler durante la Guerra Civil Española.
Y a la sombra de aquellos movimientos se escondía un personaje legendario, un tipo con encanto que caía bien a todos y que gracias a ese carisma personal pudo mover los hilos de una intrincada y compleja red de espionaje.