En los años del auge de las minas del salitre, en el Norte Grande de Chile, los atribulados mineros le llamaban jactanciosamente La Mugre a la fatalidad de ciertas mujeres. Pero La Mugre, en realidad, no era más que un espejismo, un cuento pampino del que se reían mineros, patrones y mandatarios en sus noches de maracas y alcohol.
Ninguno sospechaba que la verdadera Mugre llegaría desde el otro lado del Atlántico, desde un pueblito perdido en lo más recóndito de la vieja España, un poblado minero que extendía su longitud, como su nombre, sobre el lecho de una tierra dorada llamada Rodalquilar.
La Mugre llegaba, tan silenciosa como deslumbrante, al mundo sórdido de las oficinas salitreras, los cotos mineros que gravitaban como pueblos fantasmas alrededor de la cosmopolita ciudad de Iquique, en los límites infaustos del terrible desierto de Atacama.
Cuando Leonora Castro y su hijo Mateo, venidos desde tan lejos, llegan a Iquique y comienzan a adentrarse en sus calles, descubren una vieja opresión de soledad que se solapa con ese barullo difuso y enmarañado de los lugares donde el hombre sufre, conspira y se enriquece en una misma confluencia de tiempo y seducción, aquel desierto innombrable que decían era como una hoja de fiebre donde multitud de seres derrotados por la vida deambulaban extraviados de aquí para allá.
La Mugre es un grito a la vida y al dolor, la anomalía de un purgatorio de anhelos y frustraciones que surge un día del entresijo de las piedras y el esparto en aquella tierra de oro y mortaja llamada Rodalquilar, algo así como un atadito de vidas enquistado en las entrañas de una mujer tan hermosa y deseada como su despiadada y premonitoria fatalidad.