—A veces estás extraña, como si no estuvieras. Te quedas mirando al vacío. ¿Tienes tu propio mundo, Marcela?
—No. Nunca lo tuve. Vivo en el de otros.
—¿Te refieres a los libros? —preguntó Julieta —. Tal vez estés en lo cierto. Sabes, quizá nuestro mundo propio, aquel que imaginamos, con el tiempo se esfuma, pierde sentido. ¿Puede ser esa la clave de la escritura, el retener lo que es más propio?
«Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros». Esto dijo Sócrates, el padre de la filosofía, para muchos, y el origen de la tragedia, para Nietzsche, por motivos que no vienen al caso. Quizás tenía razón Sócrates, y quizás, extrapolando su diagnóstico sobre la juventud ateniense del siglo V antes de nuestra era, los jóvenes de ahora sean también así. La cuestión, más que si tenía razón o no, es si eso era algo negativo y peligroso para la sociedad. Sócrates, amante de la razón y obsesivo del orden individual y colectivo—mal que inoculó en su discípulo más brillante, Platón, y que hemos heredado desde entonces— pensaba que sí. Una juventud descarriada es la semilla del desastre. Pero ¿se puede considerar que la juventud esté descarriada por contradecir a sus padres y faltarle el respeto a sus maestros? Depende del grado, claro. En la dosis está el veneno.
Si hay algo que caracteriza a la juventud, a la adolescencia —ojo, Sócrates no hablaba de los niños, sino de los púberes—, es la rebeldía. Son adultos en construcción ahogándose en un mar de hormonas, dudas y emociones descontroladas. Y en ese sempiterno frenesí, por el que todos hemos pasado, algunos navegando sobre aguas bravías, surge la necesidad de construir una identidad y de rebelarse contra la autoridades que pretenden amoldar el caos del desorden adolescente. Los padres y los maestros son las primeras víctimas. Normal. En la búsqueda del ser, renunciamos a las autoridades impuestas, aunque nos buscamos unas nuevas en la calle, en el patio, en el recreo. De ahí expresiones como «haces más caso a los amigos que a tus padres» o «si tu amigo se tira por un puente, ¿tú también te tiras?». Vaya pregunta. Pues claro que sí… Ya lo dijo otro filósofo, nuestro patrio Ortega y Gasset: «La juventud necesita creerse, a priori, superior. Claro que se equivoca, pero esta es precisamente el gran derecho de la juventud».
De todo esto, y de mucho más, de muchísimo más, habla la extraordinaria novela Desde mi abismo, del escritor colombiano Felipe Gutiérrez, recientemente publicada por la editorial Círculo Rojo.
Por supuesto, no es mi intención hacer el más mínimo spoiler, así que solo me limitaré a decir que Desde mi abismo es la perturbadora, estresante y bastante intrigante historia, ficticia o no, de Marcela. Lectora, escritora, conflictiva, depresiva y fujoshi —no pienso explicar qué es esto, lean el libro o pregunten a San Google.
«Lo que aquí se cuenta bien podría haber ocurrido o estar ocurriendo». Así podría arrancar esta obra. El centro gravitacional sobre el que gira esta pequeña gran historia es un drama que puede estar ocurriendo, que seguramente está ocurriendo.
Todo hemos escuchado en alguna ocasión ese clásico adagio de que no debemos mostrar nuestros sentimientos en público ni exponer nuestros puntos débiles, ya que, como alguna vez me comento algún viejo y borracho sabio, «los buitres se abalanzan sobre los animales heridos». Y todos, siguiendo este consejo, nos hemos construido armaduras que oculten y protejan lo que somos en realidad y que solo nos quitamos ante aquellas personas que, creemos, ni son ni serán buitres. O cuando «disfrazamos» nuestras «movidas» interiores por otros canales. Esa es la lucha vital y existencial de Marcela, pero su lucha es nuestra lucha, es la lucha de todos.
Desde una perspectiva más formal y literaria, uno de los puntos más destacables de Desde mi abismo es su trabajado realismo, que permite que el lector ser capaz de empatizar, desde el primer párrafo, con el protagonista de esta trama, lo que no impide que, a la vez, cueste tomarle cariño. Además, los personajes están tan bien construidos que no nos puede resultar difícil asociarlos con personas reales que podamos conocer. A esto hay que añadir la capacidad del autor para exponer reflexiones sobre algunos temas relacionados con la problemática de la adolescencia. A través de Marcela y sus amigos, Felipe Gutiérrez habla, por ejemplo, de las nuevas formas de prestigio social, de conceptos y problemas tan interesantes como la amistad en estos tiempos de postverdad, de la dicotomía importada de Estados Unidos entre losers y winners, cada vez más presente en el resto del mundo; del acoso escolar —más conocido como bullying precisamente por esto que comentaba de la postverdad y de las cosas importadas—, muy presente en algunos de los mejores momentos de esta obra; de la siempre conflictiva relación entre padres e hijos en esta sociedad individualista, eternamente presente en la literatura juvenil contemporánea; del amor entre adolescentes, tan complicado como apasionante; y de los libros… Quizás sea deformación profesional, pero me ha encantado que los libros tengan un papel tan destacado en esta brillante novela.
Nada más. Una obra tan recomendable como necesaria, tan entretenida como dolorosa. Están tardando en hacerse con ella. No se arrepentirán.
En mi cama, soportando el dolor, pensé que éramos sombras, seres silenciosos destinados a desaparecer y que aquel polvo que devoraba la casa era tan solo un designio de lo que seríamos, eventualmente.