Dejaos trasladar a los años sesenta del pasado siglo, unos años antes de que la emigración asolara la vida en muchos pueblos de Castilla.
Estáis observando, desde uno de los palomares que coronan las solanas de las laderas de Alconadilla, el bullicio que hay en la calle de Abajo. La gente se va acercando a un tendero que acaba de llegar al pueblo en un carromato. Los chicos y las chicas han salido de la escuela y juegan al hinque, al descansillo, o corren con los aros hasta llegar a las riberas de los ríos Riaza y Riejo, donde las hojas de los chopos caen silenciosamente alfombrando sus praderas.
Es tiempo de sementera. Un hombre va camino de la fragua llevando sobre un hombro una reja; el otro brazo quiere impulsar con su balanceo el lento caminar. Un botón le sujeta por delante la chaqueta de pana, y se abriga el cuello de vez en cuando con una vieja chalina. Los piales recogen el borde de los pantalones, y arrastra con cansancio las abarcas.
Anochece. El humo de las chimeneas se desvanece pronto en los tejados, y la luna alumbra con dificultad por la densa niebla el puñado de casas apiñadas en la ladera de la cañada que, como apretado rebaño, parece que se juntaran unas con otras para abrigarse mejor y templar un poco la noche.