Ni el mismísimo Ulises, por mucho que se atara al palo mayor de su barco, fue capaz de vivir sin una mujer, rubia o morena, buena o mala. Esa mujer que, mal o bien, te acompaña en la travesía del desierto de la vida poblada de alimañas. En un recorrido de más de medio siglo, con sus infinitos días y esas noches que a veces ni acaban ni dejan de acabar, que se hacen interminables, ellas y nosotros nos hemos tropezado mil veces. En mi travesía, alguna sirena me hizo atarme con Ulises, para no sucumbir a la tentación. Pero fueron más las que me prometieron tejer y tejer mientras yo estuviese lejos y no abrir la puerta a ningún pretendiente. Esperarme y esperarme, como la ratita del cuento. A Chelo Alonso, bailarina cubana que volvió loco al abigarrado público del Folies Bergère de París, el templo de la revista, de la belleza y del atrevimiento en los años sesenta, la crucé en la rue Montmartre antes de que fuéramos amigos. Talentosa, estudiada y voluntariosa, Chelo triunfó en París antes de hacer las maletas rumbo a los estudios de Cinecitta de Roma donde la esperaba una carrera de actriz despampanante. Si Federico Fellini la hubiese conocido a tiempo y en hora Anita Ekberg no habría protagonizado “La dolce vita”. A la actriz Jean Seberg la seguí desde su llegada a París para presentar una película de Otto Preminger sobre Juana de Arco a su muerte en un auto Renault 5 en una calle elegante de la misma ciudad. Luego, antes y después… Estuvo la palestina, que tanto me la recordaba, la inolvidable miliciana que luchó por su amor sin guantes, una princesa andaluza perdida en la tragedia de la Alhambra. Ana, que hablaba con el cielo. La hija del Comandante, que rezaba por el próximo amor. Y la voluntad, compañero.