Charlamos con Ibai Fernández, autor de la obra Un final para su final, publicada recientemente por Editorial Círculo Rojo.
¿Hay algo de real en Un final para su final? ¿Se inspiró en alguien para la creación del extraordinario y complejo personaje protagonista, Arturo?
Pues sí, la verdad. Siempre que creo lo hago basado en el mundo que me rodea. Quiero suponer, de hecho, que hay algo de componente subjetiva en todos los autores del mundo, por mucho que quieran —que se esfuercen, incluso— en ser ajenos a dicha componente; y es que nadie puede ser ajeno —mucho menos un autor del ámbito que sea— al mundo que le rodea (por lo que este acaba influyendo en todos los ámbitos de nuestra vida, incluido, por supuesto, el de la creación y la creatividad).
A nivel del personaje de Arturo, supongo, hay mucho de mí mismo, para empezar; cómo veo la vida, cómo veo cuestiones tan fundamentales como aquellas que trata la novela —el tiempo, la identidad, la muerte, el olvido…—. Involuntariamente pudiere parecer que hay mucho en ella de mis padres; digo «involuntariamente» porque cuando la novela comenzó a germinar —ocho años ha, ya casi nueve— mis padres no se me habían manifestado —me refiero al nivel de mi percepción subjetiva— como ahora lo hacen. Ahora, ya en sus sesenta, comienzo a ver en ellos reflejos de lo que cuento en Un final para su final casi como si la novela se hubiera tratado de algo premonitorio; algo premonitorio que, para bueno o para malo, supongo que también habla del futuro que le espera a todo aquel —incluido yo mismo— que no decida vivir su vida exprimiendo hasta la última gota posible de jugo de ella: que no falte nada por hacer, que no nos encontremos dentro de muchos años preguntándonos aquello de «qué hice con mi vida». Como si ser feliz, ya no fuera una cuestión presente o futura, sino más bien pasada; esto es, definir la felicidad a partir de dar una mirada al pasado y sentirse orgulloso de las decisiones tomadas —más, me refiero, que sentirse pleno en el presente o en la famosa búsqueda constante a través de la que muchas personas entienden el concepto de felicidad—.
También hay —en Arturo— mucho de personajes ficticios y de autores de los que siempre he estado enamorado, pero que cada uno que la lea averigüe —o trate de intuir, cuanto menos— de cuáles se trata.
Y por último, a nivel de todos los personajes que habitan la novela, hay mucho de esas personas que alguna vez me han rodeado y que no quería dejar de retratar.
¿A qué se debe este curioso título?
El título, en realidad, llegó —como suele decirse— «de cajón» antes incluso de comenzar la novela… porque de eso quería que se tratase. Quiero decir, desde el punto y hora en el que somos conscientes de nuestra propia existencia, de su comienzo y de su final, vivimos «obsesionados» con la muerte. Y no es la muerte en sí mismo lo que nos obsesiona, sino el paso del tiempo y, más allá incluso, el qué hacer con ese tiempo que pasa, inexorable, imparable; ese tiempo que se nos ha dado en este plano de la realidad —ya haya o deje de haber otros paralelos, anteriores o subsiguientes— y que un día nos conduce al final… que no es más que «nuestro final». Así que todos, a la postre, no estamos viviendo el día a día —el presente— más que buscando «un final para nuestro final», uno que —una vez más— nos haga felices cuando miremos atrás y estemos (o no) orgullosos de lo que hemos hecho, de lo que dejamos atrás.
Generalmente trato de esperar a que sea cada historia la que defina su propio título a través de su desarrollo y resultado, pero en este caso casi que el título me digo una «obligación» a que la historia contara justo eso: como su personaje principal, Arturo, busca «un final para su final».
En la novela, además de contar una historia humana, demasiado humana, como diría Nietzsche, desarrolla de forma explícita contundentes críticas hacia algunos aspectos de la sociedad actual, ¿verdad?
Sí, por obvio. Soy de los que cree que todo autor, además de aplicar una componente puramente subjetivo a su obra, ha de tener algún tipo de visión crítica del mundo que le rodea que reflejar en ella.
Yo, español afincado en el extranjero desde hace más de 8 años, trato de hacer críticas que trasciendan, sobre todo, lo político, pero también lo institucional desde un nivel puramente burocrático. Esto es, trato de obviar las críticas «a esta o a aquella sociedad», dígase la de mi país natal o la de mi país adoptivo, por ejemplo, o la de cualquier otro grupo humano que no sea el grupo humano en sí mismo considerado este como un todo más allá de toda frontera y conjunto de organización política. Trato, así, de criticar nuestros defectos y nuestras virtudes como seres humanos, seres conscientes y capaces de realizar construcciones psicológicos y culturales que acaban deformadas (y deformándonos) más allá de lo que la lógica sugeriría como apropiado desde un punto de vista de sanidad psicológica y cultural.
En su lugar, trato de hacer críticas sobre esas mismas instituciones psicológicas y culturales que nosotros mismos hemos creado: la hipocresía, la indiferencia, el poder y la autoridad —sin tener por qué señalar qué autoridad o qué poder, sino solo apuntando a dichos conceptos en sí mismos—, la rutina, la propia filosofía, la monotonía, el amor, la soledad, la compañía… y, a través de ello, precisamente, el propio gregarismo humano y la propia capacidad de pensar de la que, en un principio, todos los congéneres de la especia humana disfrutamos en mayor o menor medida..
Lo que quiero —ya que mencionas a Nietzsche— es evidenciar que nada se puede dar por sentado y, sobre todo, que todo está sujeto a una mejora racional y razonable a la que —a pesar de ser seres más emocionales que racionales, por mucho que nos hayan querido vender la idea contraria a través de las generaciones— solo se puede llegar desde la eterna crítica y la más pura voluntad (duelan lo que duelan sus respectivas expresiones).
En Un final para su final, además de desarrollar una poderosísima trama, se incluye un importante apartado gráfico que le da un valor añadido a la obra. ¿Por qué decidió construir la forma de este modo?
Supongo que es parte de la visualidad de mi generación. Crecí leyendo muchísimo, pero llegó el momento en el que todo comenzó a ser mucho más visual que textual. Desde siempre me dijeron que debía dedicarme a escribir. Yo, en cambio, me entusiasmé desde pequeñito con la fotografía y el cine, por ejemplo. Escribir era, además, algo en lo que me sentía tan terriblemente cómodo que pensé que nada que a uno le saliera tan fácil «de dentro» podía denotar mérito alguno… y me empeñé en centrarme en otras áreas de creatividad mucho más visuales. Así que ese «apartado gráfico» que señalas es, supongo, el resultado de esa mezcla que hay en mí de factores textuales y visuales. Esa sencillez a la hora de ponerme a machacar un teclado junto a las expectativas y querencias que siempre he tenido de dedicarme a cuestiones más gráficas. Y más allá, precisamente, en la conjunción de ambos elementos, el reto que siempre me marco a la hora de escribir y que explico a continuación:
Toda creación debería ser el esfuerzo por salirse de estándares ya previamente establecidos —y machacados y cansinos—. En esa línea de pensamiento, siento que he leído muchas novelas en las que las descripciones se hacen interminables y no hacen avanzar la acción, en la que las reflexiones de los personajes son solo nada más que eso, reflexiones, e, igualmente, profundizan en la psique de los personajes y los construyen, si bien no logran ilustrar el universo que habitan. Hay novelas en las que podrías extraer párrafos completos y nada cambiaría un ápice —más allá del aprecio subjetivo que cada lector tenga del aprecio a la compleción de dicha novela—.
En cine, además de un factor obvia y puramente audiovisual, se maneja el concepto de «economía narrativa» a través de la elipsis como elemento retórico principal del discurso cinematográfico. Es decir, en un plano vemos como se dispara una pistola y en el siguiente vemos como la persona sobre la que se disparó cae abatida. Pero, salvo que nos queramos deleitar en el desarrollo de ciertos efectos especiales, no necesitamos mostrar cómo la bala traza toda su trayectoria hasta llegar al cuerpo sobre el que impacta. En la escritura tenemos la posibilidad de reflexionar y extender hasta el paroxismo ese tiempo en el que la bala tarda en impactar en su víctima… pero eso no significa que tengamos la obligación de hacerlo —como no tenemos ninguna otra obligación salvo la de satisfacernos a nosotros mismos como autores y a los lectores a los que nuestras palabras puedan impactar—.
En Un final para su final —y he ahí el reto que siempre me marco a la hora de escribir, uno que (me atrevería a decir) no es, para nada, sencillo— trato de que acción, descripción y reflexión conformen una unidad. Que la descripción —lo más visual e inmediata posible— permita la reflexión del personaje o sea parte indisoluble de ella (o incluso de una suerte de narrador omnisciente que, además, comparte mucho de su discurso con el propio discurso reflexivo del personaje principal), que lo exterior (descrito) motive lo interior (reflexionado) y que lo reflexionado tenga lugar en forma de visualización para que pueda ser descrito. Y que, sea como fuere, todo ello haga avanzar la acción. Que el tiempo avance conforme avance la lectura, que los visiones en retrospectiva solo funcionen como recurso narrativo y no para hacer volver al lector sobre algo que ya sabe y ya ha leído. Que cada párrafo suponga el desarrollo de una nueva e inspiradora idea en la que la descripción que dicho párrafo contenga, la reflexión a la que esta lleve o en la que dicha descripción se apoye —ya se trate de una reflexión subjetiva del personaje que en ese momento esté protagonizando la acción o de una reflexión global comprendida dentro de la descripción que, a su vez, el narrador omnisciente está haciendo al lector tomar parte— se presenten con solución de continuidad de manera que no se pueda despiezar aquello que se está leyendo, sino que se disfrute como, precisamente, en el cine se disfruta de una escena en la que música, diálogos, fotografía, edición cinematográfica —y tantos otros elementos como los que se dan cita en cada secuencia de cualquier película—
¿En qué género clasificaría a su novela?
Esta es, sin duda, la pregunta más difícil que me han hecho más de una y de más de cien veces al respecto de mi novela. Dicen que ahora el género de «novela contemporánea» es el que más de moda está… por ser el que más vende. Supongo —si es que he de suponer algo— que es una «novela filosófica contemporánea», aunque, la verdad, no tengo ni idea. ¿Es contemporánea? Supongo que sí. O no. No lo sé. Si le pides a Google que te diga qué es una novela contemporánea vas a encontrar definiciones tan estúpidas como «[…] una obra literaria escrita en prosa que relata una acción con la finalidad de provocar una reacción en el lector.» ¿¡Qué obra no tiene la intención de provocar una reacción en el lector!? También está esta otra que dice que «la novela contemporánea se caracteriza por contar historias basadas en hechos reales o historias creíbles, con personajes importantes y con múltiples narradores. Utiliza escenarios de la era actual o moderna […]». De acuerdo a esa definición no podríamos encasillar a Un final para su final como novela contemporánea, supongo.
Si yo tuviere que explicar qué es una novela contemporánea… supongo que diría que es una novela que, sin perder la unidad aristotélica de la narración, no está escrita, sin embargo, sujeta a unos patrones tradicionales de novela, sino que trata de hacer del acto de escribir —y del consecutivo acto de leer— una «experiencia exclusiva». Pero ese soy yo haciendo definiciones absurdas —que en realidad no me competen— sobre la marcha.
Ahora bien, filosófica… pues yo diría que sí, ¿no? Es lo que he intentado: hacer una suerte de ensayo filosófico protagonizado por un viejo que se muere. Porque la muerte es la mejor de las lentes a la hora de mirar nuestras vidas con perspectiva. Siempre ha sido así y siempre lo será. Tan sencillamente. Y, a través de toda esa visualidad que antes comentaba, pues he tratado de hacerla lo más amena posible, sencilla de leer, fácil de entender, pero compleja de analizar y que invite a la reflexión. Eso es lo que he intentado y cada vez que leo trozos de ella pienso —con creces— que lo he conseguido.
¿Cómo recomendaría Un final para su final a sus potenciales lectores? ¿Está dirigido a un público concreto?
No, no está dirigida a ningún público en concreto. Es más, precisamente, por el modo en el que está escrita y por la cantidad de reflexiones a las que, más que invitar, obliga, creo que es una novela cuyo público objetivo es el tipo de público objetivo que hoy por hoy escasea. Quizás sea tirarme piedras en mi propio tejado… quizás no. Y es que Un final para su final es algo que descubrir, más que algo que poder recomendar. En el momento en el que uno la lee, conecta con ella: eso puedo asegurarlo. Porque todos —más en mayor que en menor medida— acabamos viéndonos reflejados en la piel de Arturo. Y si no nos vemos reflejados en ella, algún día lo haremos. Porque, como decía muy al principio, Un final para su final está escrita con tintes premonitorios… y no solo a la vida de mis padres o a la mía misma me refiero, sino a la vida de millones de seres humanos que quizás esperen demasiado para encontrar un final que ponerle a su final… pero que, quizás, con todo y con ello, les falte tiempo, pero les sobre empuje para tratar de hacer de dicho final el mejor de los posibles. Porque de eso se trata la vida. Como se menciona en la novela: «Todos nos morimos desde el día que nacemos.» Y asumirlo desde muy temprano quizás sea el primer paso a la (verdadera) vida eterna.
¿Se atrevería con otro género literario?
Pues habiendo determinado que no sé dentro de qué género literario encasillar Un final para su final, la verdad es que, por supuesto, que me atrevería con cualquier género literario. Escribir es escribir. Ahora bien, por mi forma de ser, por mis convicciones, por mi educación y por mis vivencias, esa faceta costumbrista y existencialista que Un final para su final contiene es algo que —puede ser visto, por ejemplo, dentro de mi obra cinematográfica (https://ibaifernandez.com/noche-sin-manana, https://ibaifernandez.com/2×2)— más que probablemente quedaría reflejada en cualquier obra de la que fuere autor sin importar en qué género quisiéremos enclaustrarla.
¿Algún proyecto en ciernes?
Me muero por hacer el remake del primer cortometraje que hice —en 2008— y al que titulé The Couple. Siempre me había hecho falta un bar que tuviera planta diáfana y columnas y, curiosamente, ahora soy dueño de uno. Después de escribir Un final para su final, me lancé un libro de reflexiones —un ensayo, si preferimos llamarlo así— titulado Reflexiones de un escritor primerizo —que distribuyo gratuitamente a través de mi web— y pensé en hacer un manual de anti-ayuda (yo siempre queriendo llevar la contraria) titulado No somos héroes. Ahora, desde la barra de ese bar del que soy propietario, trato de desempolvar antiguos manuscritos en la línea de Un final para su final, uno de ellos llamado Nunca nada nadie —donde el existencialismo se exacerba para dar paso a un contundente nihilismo— al que me gustaría dar salida algún día. No sé si lo consiga. Escribo mucho diariamente por necesidades de otros de mis oficios, pero —para bueno o para malo— nada conforma parte de ninguna novela —u obra conjunta de cualquier otra naturaleza— a momento presente.
¿Cuáles son sus principales influencias literarias, filosóficas y artísticas?
Literariamente… Lo que yo creía que era novela contemporánea norteamericana. Y digo «lo que yo creía» porque ya no sé nada de qué es contemporáneo o no. Pero sí, muchos, muchos, muchísimos autores de Estados Unidos. La literatura dramática que leí por activa y por pasiva mientras estudiaba teatro en la ESAD de Málaga. Toda la filosofía que cayó en mis manos de adolescente, que fue demasiada porque era la única manera de conectar con la muchacha de la que por aquel entonces andaba enamorado. Artísticamente, cine y más cine. Fotografía, algo de pintura y mucho, muchísimo rock’n’roll. Demasiado. Yo lo que quería ser era una estrella de rock. Dejarme la vida —literalmente— en el escenario. He vivido una vida que muchos podrían llegar a considerar eso. Tanto, tanto, que, de hecho, una vez más, retirado 9.000 kilómetros del sitio al que un día llamé casa, sirvo —con la mayor de las felicidades, de hecho— las tapas que prepara mi madre acompañados de los mejores vinos posibles que se pueden conseguir en el lugar en el que vivo a todo el que entra en «el Chankete», como cariñosamente le conocen los clientes más habituales.
¿Ha recibido ya algún feedback de los primeros lectores?
Pues sí. Y, como he dicho, todo el que lee Un final para su final conecta con ella, con sus personajes —con el principal y con los secundarios— con los temas que trata y la forma de reflejarlos. Lamentablemente, es difícil expresar en palabras el hecho —y el modo— en el que un trocito de mi alma está reflejado en la exigua longitud de la novela de la que entrevista trata. Muchas gracias, por cierto, por ella. Un fuerte abrazo.
¿Quién es?
Ibai Fernández es un soñador empedernido, un existencialista nato y un cínico con corazón. Ibai Fernández es un niño jugando a ser grande, un adulto que no ha crecido, un filósofo obtuso, un explorador. Un ludópata con fobia al riesgo, un piloto con trazas de vértigo, un submarinista claustrofóbico encallado en su salón. Un bastardo en el Día del Padre, un bongosero sin ritmo, un lobo del que la Luna se esconde cada vez que se asoma a un balcón. Un antihéroe, un diletante, un paria, un energúmeno, un filisteo, un sibarita sin posibilidad de redención. Mucho más en www.ibaifernandez.com.