Los antropólogos y los etnólogos tienen claro desde hace muchas décadas que los cuentos infantiles, ya sea en su forma oral más tradicional o escritos, tienen muchísima más importancia de lo que parece para la formación de los miembros de una cultura, de cualquier cultura. Por un lado, porque son un mecanismo perfecto para la transmisión de conocimientos, especialmente de conocimientos morales y éticos. Además, las historias fantásticas suelen reflejar la estructura de las costumbres y las creencias de una sociedad determinada. Sí, en nuestra autodenominada, altiva y presunta sociedad moderna parecen haberse reducido a un mero entretenimiento para niños, aunque aún mantienen ese importante rol de vehículo para transmitir valores. Pero a lo largo de la historia su papel ha sido mucho más importante, especialmente en las mal llamadas sociedades «primitivas». De hecho, los etnólogos han conseguido averiguar muchas ideas sobre un buen número de estos pueblos gracias a las historias que de generación en generación se transmiten entre niños adultos y niños «niños».
El propio Freud, padre del psicoanálisis, les dio mucha importancia, considerando que los elementos mágicos que suelen contener eran una expresión simbólica de los deseos humanos.
Por otro lado, los cuentos también son un mecanismo perfecto para provocar o transmitir reflexiones de una manera sencilla. Platón, por ejemplo, lo tenía claro, y utilizó narraciones de este tipo para explicar conceptos complejos —sirvan como ejemplo su famosísimo Mito de la Caverna o el Mito del Auriga, con el que pretendía explicar las partes del alma—. El propio Jesús de Nazaret utilizó pequeñas historias, sus famosas y originales parábolas, para explicar a sus discípulos algunas de las ideas que quería transmitir.
Todas estas narraciones comparten algo: la idea de que mediante una historia ficticia sencilla se puede transmitir una enseñanza compleja, sobre todo, repito, relacionada con valores morales. De ahí la habitual moraleja, casi siempre presente de forma más o menos explícita al final de los cuentos y los mitos.
Esto, precisamente esto, es lo que hace Nuria Ardevol Piñol en su extraordinaria y original obra Cuentos de la abuela, publicada recientemente por la editorial Círculo Rojo.
La antología está compuesta por tres narraciones breves: La princesa cautiva del dragón (que cuenta la historia de una princesa que, por su soberbia y orgullo, es castigada por un hada a permanecer recluida en un castillo bajo la custodia de un dragón), Las princesas del castillo encantado (protagonizada por Rosa y Margarita, dos princesitas bellísimas y bondadosas que vivían, junto a sus padres y sus súbditos, en un castillo del que no podían salir, y al que nadie podía entrar; no sabían el motivo, pero sus padres les prometieron que lo descubrirían cuando fuesen mayores de edad…) y La princesa Jasmín (la historia de otra princesa, Jasmín, orgullosa y poco generosa, altiva, maleducada y poco piadosa, que, por su actitud, fue maldecida por la reina de las hadas y se convirtió en rana).
Por supuesto, no es mi intención desvelar en exceso el contenido de esta obra. Tendrán que leerla para comprender mejor su planteamiento. Pero hay algunas ideas que merece la pena reseñar.
Y es que, tras le mediante los cuentos de hadas se puede ayudar a los niños y a las niñas a aprender valores esenciales para su posterior devenir existencial: por ejemplo, que la soberbia y el orgullo son perjudiciales tanto para uno mismo como para las relaciones interpersonales, que hay que ser noble y generoso con los demás, la importancia del perdón y el arrepentimiento, lo poco que cuesta ser amable con los demás y lo mucho que se gana con ello, lo trascendental que resulta ser empático para vivir felices y desarrollar sanas y justas convivencias, etc.
En resumidas cuentas, Cuentos de la abuela es una obra tan entretenida como recomendable. Les puedo asegurar que si todos hiciésemos caso a estas sencillas ideas, y practicásemos los interesantes razonamientos que nos propone, la vida nos iría de otra manera y seríamos más felices y plenos.
Además, les aseguro que, si sus hijos —o ustedes— leen este libro, a partir de ese momento verán los cuentos de hadas de otra manera, como lo que realmente son: sabiduría ancestral vestida de simple fantasía.