En cierta ocasión, Paul Auster, uno de los maestros más influyentes e interesantes de las letras contemporáneas, dijo: «Los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad». O quizás lo escribió. Sí, seguramente lo escribió. No sé con qué intención lo hizo, pero siempre me ha gustado pensar que era el reflejo de una profunda actividad introspectiva. «Escribo porque tengo que hacerlo, porque solo así se cura la herida»… O quizás quería decir que escribía porque no tenía más remedio, porque es lo único que podía hacer para soportar su realidad: crear otra realidad.
En cualquier caso, tras leer Ana es la fuente, de la autora Luna Peralta, recientemente publicada por la Editorial Círculo Rojo, me he acordado de esto que escribió, o dijo, el bueno de Auster, porque creo que esta escritora, al igual que el de New Jersey, escribe porque no puede evitarlo, porque es lo que mejor sabe hacer.
Se trata de la historia de Ana, un joven farmacéutica de 33 años —edad que considera «la edad de los dioses»— que tiene una farmacia en Málaga, su ciudad, mirando al mar. La vida le sonríe en lo sentimental —acaba de casarse con Felipe, tiene una buena relación familiar y muchos amigos— y en lo profesional, aunque su mundo interior es mucho más complejo: ha sufrido bastantes crisis nerviosas y se debate constantemente entre la realidad de su vida cotidiana con su realidad mas profunda y su mundo onírico y metafísico, donde entabla contacto con su ángel alado, Dios, la «máquina», o los ángeles oscuros, con los que ella lidia para que no la arrastren a ese mundo paralelo de donde es difícil salir y no caiga en la locura y la soledad. Su psiquiatra le ayuda a llevar mejor sus desajustes mentales, aunque debe estar en continúo tratamiento.
Por otro lado, sus escritos, sus poemas y sus cuentos, así como sus dibujos, le ayudan a plasmar sus pensamientos y sus sueños, donde su otra realidad se manifiesta. Además, le encanta leer sobre ciencia y psicología, prestando especial interés por los eneagramas, es decir, las nueve formas humanas de percibir la vida, de sentirla y de vivirla, todas igual de válidas.
Además, es madre de dos criaturas (el mayor, una niña, Annie; y un niño, Josué), aunque, mientras está con sus hijos no da cabida a su mundo interior. «He cambiado Pasión por serenidad». Aunque poco a poco comienza a sumergirse en una nueva crisis, agravada por los terribles atentados del 11 de septiembre (de 2001). Se siente sola y tiene miedo, la conjunción perfecta para que su interior la invada y se lance a crecimiento interior infinito que puede alejarla de todo. Y así comienza una dura pugna contra sí misma, que abarca gran parte de la novela.
Se trata de una obra poética, distinta, sincera, cercana, amable, directa, visceral, pura y atenta, una obra que se lee con la sonrisa en la boca del que empatiza con lo que está leyendo, ya sea porque lo ha vivido, porque lo está viviendo o porque lo quiere vivir.
Y hay mucho de filosofía y de reflexión sobre la vida y sus grandes misterios. Y en especial, sobre una de las quimeras que más quebraderos de cabeza han provocado en todos aquellos atrevidos que han osado enfrentarse a las dos grandes preguntas: ¿por qué estamos aquí? ¿Cómo se consigue la felicidad?
En definitiva, tanto en su lúcida y vivida poesía (con o sin rima) como en su reflexiva y melancólica prosa, Luna Peralta se desenvuelve con la soltura y la seguridad del que parece llevar haciéndolo toda la vida. No duden en hacerse con esta pequeña joya. Y es que Ana es la fuente, aunque también contiene una dosis alta de erudición y de reflexión filosófica, es un libro para todo el mundo, o debería serlo. A veces se hace árido, pero nadie ha dicho que fuera a ser fácil. Es el precio a pagar por enfrentarnos a nosotros mismos en el espejo. El resultado, el premio, merece la pena.
Además, aunque no quiero hacer spoilers, este libro es un canto al acto de escribir. Escribir como método para concretar lo que sentimos y lo que pensamos. Meditar, cada uno a su manera, para comprender y aprehender lo que fluye por nuestra mente y lo que emana nuestro corazón. Gritar, cantar, hablar, usar nuestra voz, nuestro gran don, nuestra principal forma de expresión y nuestro principal camino para encontrarnos con los demás. Entender y practicar con pasión el poder de la palabra, un don por el que debemos de estar agradecidos. Pero también fomentar el poder de los símbolos; no en vano, hasta las palabras son símbolos. Pensamos en símbolos. Somos símbolos…