Hace ya más de cinco siglos, una serie de pensadores y artistas tomaron conciencia de algo que hizo que el mundo cambiase para siempre. Sin cuestionar el papel de Dios, comenzaron a considerar al ser humano como el axis mundi, el eje del mundo. Surgió así el humanismo, una nueva filosofía vital que, tomando como punto de partida de las ideas de algunos maestros clásicos griegos y latinos, pretendía situarnos a nosotros, los humanos, como el centro de la creación. Los españoles, salvando las distancias, tuvimos un representante ilustre que, sin duda, puede ser considerado como uno de los padres de los Derechos Humanos —así lo considera David Valentín Torres, el autor del libro del que les vengo a hablar—, el religioso Bartolomé de las Casas, que luchó ferozmente para parar las tropelías que estaban haciendo los colonos con los nativos de América y contra la esclavitud.
Esta revolución humanista del Renacimiento sentó las bases de algo que sucedió unos siglos más tarde, a mediados del siglo XVIII, cuando otro puñado de pensadores comenzaron a cuestionarse algo de lo más importante: dado que hasta ese momento la ética y la moral se había fundamentado y legitimado en los dictados divinos, y que esos dictados divinos se estaban poniendo en entredicho por los descreídos, era necesario buscar una nueva legitimación para la moral. La conclusión a la que llegaron fue extraordinaria: el objetivo era construir algo que hasta entonces solo existía en el plano biológico, la Humanidad, con mayúsculas. La ética, pensaron, estaría legitimada por la Humanidad. Así, la Ilustración, como se llamó este movimiento, sentó a su vez las bases de lo que serían las revoluciones burguesas, la francesa y la americana, a finales del siglo XIX.
Aunque desde nuestra perspectiva europea siempre hemos considerado que la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, redactada por la Asamblea Nacional francesa y aprobada el 26 de agosto de 1789, era la primera expresión de eso que hoy conocemos como derechos humanos, unos años antes, en la constitución de los recién nacidos Estados Unidos, firmada el 4 de julio de 1776, ya se incluían muchas de estas ideas. El problema es que aquellos protocolos se circunscribían solo a sus países, aunque ya contenían aspiraciones humanistas.
Tendría que pasar otro siglo y pico, así como un par de guerras mundiales y decenas de millones de muertos, para que otra institución recién nacida, la ONU, aprobase la Declaración Universal de los Derechos Humanos, culminando el trabajo que se había iniciado cinco siglos antes durante el renacer de Europa. Ahora, por fin, había una intención de unir al hombre con el hombre —entiéndase, por favor, el empleo de este término.
Dicho esto, procedo a hablar de lo que venía a hablar, de la extraordinaria obra Derechos Humanos en la Vida Diaria, de David Valentín Torres, publicada recientemente por Editorial Círculo Rojo; una acertadísima recopilación de reflexiones acerca del mundo en el que vivimos, de la importancia de hacer efectiva esa declaración de 1948 y de la importancia que tiene construir, de una vez por todas, eso que llamamos Humanidad, la familia humana.
El primer paso, como es obvio, es que acabemos por fin con la desigualdad y con los ataques al diferente, ya sea por la cantidad de melanina que tenga en su piel, por sus ideas y creencias, por sus apetencias sexuales o por su género, o por el lugar en el que fortuitamente vino al mundo. Esa era la aspiración última de los Derechos Humanos, que, reduciendo un poco a su mínima esencia, giraban en torno a tres principios: respeto, empatía y libertad como garante de los dos anteriores —sí, algo parecido a aquello de «Libertad, igualdad y fraternidad»—. El problema es que es suficiente con echarle un ojo a las noticias para comprobar que, si bien hemos avanzado bastante en muchos de estos derechos, aún estamos muy lejos de conseguirlo por completo. Lejísimos. Y eso que muchos han provocados auténticos terremotos éticos, como bien señala nuestro autor, David Valentín Torres. Luther King, Mandela, el Dalai Lama, Gandhi o Rigoberta Menchú, por ejemplo, y por citar a algunos de los que se comentan en esta obra, pero son muchos más, muchos sin nombre ni apellidos conocidos, pero que han aportado su granito de arena a esta lucha por nosotros, por ti y por mí.
Pero, como decía, y como bien deja claro David Valentín Torres, una mayoría no parece haber entendido muy bien de qué va esto de la igualdad. Así, en torno a la necesidad de hacer aumentar esta masa crítica, desarrolla varios pequeños ensayos de lo más interesante que orbitan en torno a algunos de los problemas y de las posibles soluciones que han impedido que se alcancen estos objetivos. No es mi intención hacer spoiler de este libro. Tendrán que leerlo para comprender mejor la extraordinaria propuesta ética y estructural que nos propone este Derechos Humanos en la Vida Diaria. Por mi parte, brevemente, quiero expresar que estoy muy de acuerdo en casi todo lo que expone este autor, empezando por la importancia de la educación de nuestros vástagos, garantes y protagonistas de un mundo que, esperemos, sea mejor; continuando con la información, tan importante y tan difícil de conseguir, aunque parezca mentira —habla de información de calidad, claro—; y terminando por la imperiosa necesidad de terminar con los prejuicios hacia el otro, que ya está bien.
Especial atención merecen dos de estos pequeños ensayos (Filosofando y Conclusión al panorama actual) y, sobre todo, el Decálogo para un buen ciudadano que nos propone.
En resumidas cuentas, una pequeña gran obra con la que aprenderán, tomarán conciencia y, sobre todo, contribuirán a crear esa vieja entelequia llamada Humanidad.