En cierta ocasión, Paul Auster, uno de los maestros más influyentes e interesantes de las letras contemporáneas, dijo: «Los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad». O quizás lo escribió. Sí, seguramente lo escribió. No sé con qué intención lo hizo, pero siempre me ha gustado pensar que era el reflejo de una profunda actividad introspectiva. «Escribo porque tengo que hacerlo, porque solo así se cura la herida»… O quizás quería decir que escribía porque no tenía más remedio, porque es lo único que podía hacer para soportar su realidad: crear otra realidad.
En cualquier caso, tras leer, y releer, En silencio y para siempre (y otros cuentos), la sensacional antología de relatos de la autora Adriana Molina, recientemente publicada por la Editorial Círculo Rojo, me he acordado de esto que escribió, o dijo, el bueno de Auster, porque creo que esta autora, al igual que el de New Jersey, escribe porque no puede evitarlo, porque es lo que mejor sabe hacer. En efecto, según comenta la propia Adriana Molina, estos cuentos los escribió entre los quince y los treinta años, pero que ha decidido publicarlos ahora porque necesitaba divulgarlos y compartirlos con los potenciales lectores.
Esto es lo primero que el lector puede concluir tras finalizar este brillante muestrario de narrativa breve: todos y cada uno de estos relatos muestran diferentes aspectos de esa generalización precipitada que llamamos «ser humano». Unos, como el que da título a la obra, En silencio y para siempre —cuenta la historia de una mujer que, mientras está parada en un semáforo, observa y analiza a un niño de la calle que come con fruición unas tortitas que alguien ha debido darle, mientras los viandantes pasan a su lado como si nada—; o Un cigarro —de nuevo, una mujer espera en un semáforo, cuando una chica se acerca y se ofrece a limpiarle el parabrisas; cuando la conductora va a darle alguna moneda a cambio, la chica lo rechaza y le pide, solo, un cigarro; la mujer le da tres, y acto seguido ve como la joven los reparte con otros compañeros que se buscan la vida como ella—; o Caleidoscopio, giran sobre algunos aspectos de este mundo moderno en el que vivimos, un mundo en el que la falta de empatía y el egoísmo están presentes como la solidaridad y la humildad, un mundo de contrastes.
Otros, como Desde la azotea —en el que se narra, desde la particular mirada de la autora, o de la narradora, cómo han cambiado, entre otras, las vistas que desde pequeña observada de una azotea—, apelan a mantener el interés por las cosas sencillas, por las cosas pequeñas y cotidianas, que son las que, al final, nos hacen vivir una vida de verdad, pese, o gracias, al paso del tiempo.
También hay algunas fábulas con tono moralizante, aunque nunca maniqueo ni facilón, como La fábula de la selva loca, Amor, Sumo-Kito o La vacante —una historia terrible sobre la vida y la muerte—; e incluso hay algún cuento con un claro estilo romántico a lo Edgar Allan Poe, como Donde los muertos mandan, que además tiene un claro regusto existencialista; o algún relato con matices filosóficos especialmente profundos, como El milagro —una preciosa meditación sobre el tiempo— o Un día de suerte —uno de los mejores relatos, a mí entender, de esta antología. Sin olvidar la pequeña colección final de cuentos para niños.
En lo formal, cabe destacar que cada uno de los relatos va evolucionando de una manera asombrosa, atrapando al lector en una espiral, a veces desasosegante, de la que no podrá salir hasta terminar el último párrafo de la última página. Merece la pena destacar la logradísima construcción de los personajes, ricos en matices, con sus propias historias personales y con una evolución asombrosa que se va manifestando conforme van avanzando en profundidad las tramas. El autor recrea sensaciones y experiencias a la perfección y consigue no solo arrastrar al lector a que devore las páginas del libro, sino que consigue que empatice y haga suya las aventuras, y las tragedias, de los protagonistas de cada una de estas historias.
Alguien dijo alguna vez que una buena película es aquella que no quieres que termine cuando se ve por primera vez, y que esperas que termine de otra manera cuando se vuelve a ver. Eso pasa con casi todos los relatos de esta brillante antología de Adriana Molina. Tienen vida propia. Tantos los relatos como los vivos personajes que por ellos deambulan. Quieres saber más y en algunos casos hasta da rabia que no sea así, y te acuerdas de la autor y le reprochas, en silencio —o no—, que no se haya extendido un poco más…
Una obra más que recomendable, en silencio, y para siempre…