En cierta ocasión, el gran Lord Byron dijo una frase que le viene que ni pintada a esta novela: «Es extraño, pero es verdad; porque la verdad es siempre cosa extraña; más extraña que una ficción». Stranger than fiction, que dicen los angloparlantes. Y es que la realidad, para el que sabe aprehenderla en su justa medida, es extraña y, por lo tanto, es una fuente inagotable, por paradójico que pueda parecer a primera vista, para crear ficciones literarias o cinematográficas. Esta novela, Ídolos de Cristal, del escritor Martín Bernal, recientemente publicada por Editorial Círculo Rojo, lo viene a demostrar. Y no es porque esté inspirada en hechos reales, que no lo está —al menos eso creo—, sino más bien porque usa historias potencialmente reales para crear una ficción tan creíble como plausible.
En lo formal, merece la pena destacar la estructura de la obra: todo gira en torno a un supuesto manuscrito del personaje principal de esta trama, Don Enrique, que lega antes de fallecer a uno de los empleados de su servicio jurídico, un tal E. Manuel Borro. Este, tras la muerte de aquel, y tras encontrar otro par de textos supuestamente relacionados, decide publicarlos. Y eso, en resumidas cuentas, es este libro. Pero claro, hay mucho más. Lo importante es la manera en que el autor, desde la breve introducción de la obra, consigue captar la atención del lector e interesarle por el contenido de esos textos y por el personaje de Don Enrique, del que, de primeras, realiza una descripción somera pero bastante interesante.
A partir de ese momento comienza la trama de verdad, que, por supuesto, no tengo intención de desvelar —y no será por falta de ganas—. En cualquier caso, merece mucho la pena leer la historia de Don Enrique, narrada, supuestamente, por él mismo. En esa narración desarrolla todo su virtuosismo el autor, construyendo a modo de puzle la historia vital de su personaje. Y menuda historia…
Salvando las distancias, la estructura de la obra me ha hecho recordar a una obra maestra de la estructura narrativa, aunque en este caso se trata de una película, la extraordinaria Ciudadano Kane, del gran Orson Welles. Como sabrán los que hayan visto la película, el gran logro de Welles —aparte de sus tremendas innovaciones visuales— y de Herman J. Mankiewicz —su compi guionista— fue construir la narración como si se tratase de un collage de voces diferentes, a veces incluso contradictorias, empleando de forma asincrónica extractos de falsos noticiarios, flashbacks imposibles y narraciones procedentes de distintos personajes que comentan quién fue el misterioso Charles Foster Kane, un magnate millonario —como Don Enrique—. Esto de emplear diferentes «narradores» era algo absolutamente novedoso en Hollywood, y extremadamente complejo. Lo interesante es que al final, entre tanto ruido, uno se forma una imagen de quién fue aquel tipo.
Pues bien, algo parecido ha hecho aquí Martín Bernal, primero, construyendo un personaje riquísimo, complejo, contrariado, contradictorio, esquivo y con una vida oculta que muy pocos conocen. Segundo, igual que en la cinta de Welles, consigue mantener la atención del lector, que devora las páginas de Ídolos de cristal con la intención de comprender quién fue el dichoso Don Enrique. Y tercero, porque al igual que en la peli, Bernal cuadra el círculo con dos textos que complementan la narración autobiográfica del protagonista: unos textos escritos por alguien desconocido —o no— que se encontraron entre las pertenencias de Don Enrique tras su muerte y un perturbador documento que acompañaba a este último.
Merece la pena destacar como el autor consigue cambiar por completo de estilo en cada uno de los tres textos ficticios que componen Ídolos de cristal. Esto puede parecer fácil, pero les aseguro que no lo es. Chapeau por él.
Además, de esta se pueden extraer reflexiones muy interesantes —ojo, no voy a desvelar que no salga en las primeras docenas de páginas—. Por ejemplo, cuando al principio del texto Don Enrique se pregunta si de verdad es una noble aspiración ser feliz, como si de alguna manera se pudiese serlo siempre. O cuando expone las dramáticas consecuencias de enfermedades como el Alzheimer. O cuando, en las cercanías de la muerte, resume la segunda mitad de su vida de forma contundente: «Ganar dinero y tirarme a putas». Claro, hay que tener en cuenta que se trata de una persona supuesta conocida —«una de las cinco personas más acaudaladas del mundo»—. Resumir su vida pública de ese modo dice mucho de él. Y claro, cuando conocemos, de sus propias manos, la primera mitad de su vida, todo encaja… Pero sobre todo, la reflexión más aguda me retrotrae de nuevo a Ciudadano Kane: la vida entendida como un viaje terrible en el que, al mismo tiempo que nos construimos como personas, nos vamos destruyendo paso a paso.
Especial atención merece un elemento, característico de la buena novela negra, de las buenas novelas negras, que aquí brilla en todo su esplendor: nada es lo que parece. Las tramas de este género suelen incluir giros que rompen por completo la historia y que provocan que el lector quede descolocado. En Ídolo de cristal esto sucede varias veces y, además, nos conduce a un final tan sorprendente como inesperado y poco previsible. Lo soñado para una novela.
Ya para concluir, una novela brillante, rara —en el buen sentido de la palabra—, adictiva y muy muy imaginativa. Muy recomendable.