Escribo esta reseña desde la comodidad de mi despacho, en mi casa, mirando un monitor detrás del que puedo atisbar, tras mi ventana, el Mediterráneo. Como otros tantos millones de españoles, llevo más de 50 días respetando de forma escrupulosa el confinamiento por el dichoso Covid-19. Durante todo este tiempo he asistido atónito a cómo muchos se quejaban porque estaban encerrados en sus casas, porque no podían ir a tomarse una cervecita a un bar o porque no quedaba harina en los supermercados. Por más que he intentado empatizar con ellos, no he podido en ningún momento entender su queja, y cada vez que veía algún quejido de este tipo me venía a la memoria algo que me dijo al poco de empezar todo esto mi madre, confinada también, aunque lejos de mí: «Que todo lo que nos pase sea esto».
Cuánta razón. Los que tenemos formación en historia, especialmente en las nuevas perspectivas historiográficas que se centran más en cómo ha vivido la gente en el pasado que en las listas de reyes godos y en las fechas de las batallas, somos conscientes de la enorme cantidad de tragedias humanitarias que han sucedido y siguen sucediendo. Y somos conscientes, al estar al tanto de la actualidad mundial, de que ahí fuera, en el mundo real, miles de personas mueren de hambre o son víctimas de las decenas de conflictos armados activos. Pero somos conscientes de eso desde la seguridad y la tranquilidad que nos da vivir donde vivimos… lo que implica que, seguramente, no seamos del todo conscientes. Eso sí, nos quejamos y lloriqueamos mientras comemos bizcochos —si encontramos harina— y vemos series en Netflix porque no podemos ir al bar de la esquina.
Que todo lo que nos pase sea esto.
Y es que ahí fuera, más allá de nuestra zona de confort, la vida no es tan fácil como la nuestra. Es obvio, pero no todos somos conscientes, lo que lleva a que muchos, dejándose llevar por el egoísmo y por los mensajes populistas de odio, no sientan la más mínima empatía hacia aquellos no privilegiados que tienen que cruzar el Mare Nostrum para buscarse la vida en su idealizada Europa o para encontrar un refugio seguro donde asentarse después de conseguir huir de la barbarie de la guerra de turno. Por eso mismo, por todo esto, es de agradecer que haya visto la luz una obra tan extraordinaria y desgarradora como esta que me propongo comentar tras esta larga introducción, Lápices de colores en la ciudad de plástico, de Silvia Fernández Serrano, recientemente publicada por Editorial Círculo Rojo.
Este pequeño librito, tan breve como intenso, cuenta la historia de Runak, una niña de tan solo 14 años que vive en el campamento de desplazados de Duhok, al norte de Iraq, junto a su madre y su hermano. Llegaron allí a finales de 2014, huyendo de su ciudad, Sinjar, en la región iraquí de Nínive, después de que los fanáticos del DAESH la tomasen a sangre fuego unos meses antes, en agosto, en su enfrentamiento contra los kurdos. La peor parte de aquella masacre la vivieron los yazidíes, una minoría étnica y religiosa antiquísima. Miles fueron asesinados y secuestrados, y otros miles se vieron obligados a huir a través de las montañas hasta llegar a Duhok. No era la primera vez que este pueblo había soportado un intento de exterminio por otros pueblos hostiles.
El libro está narrado en primera persona por la propia Runak, aunque a veces cambia de voz y toma el micro Amira, una chica yazidí que salió del país a tiempo, huyó con su familia a Berlín y se hizo psicopedagoga; y que trabaja para una organización de ayuda a los refugiados, ayudado a adolescentes en el campo de Duhok. Amira llegará a tener una estrecha relación con Runak, convirtiéndose en su confidente y ayudándole a canalizar su dolor y su frustración mediante el dibujo. De ahí el título de esta obra, Lápices de colores en la ciudad de plástico.
Y lo que cuenta Silvia Fernández Serrano, a través de Runak, es tan estremecedor como difícil. Un baño de realidad y de humildad que debería contribuir a que todos aquellos lectores que se animen a leer esta extraordinaria obra tomen conciencia de cuál es la situación de los refugiados que viven en estas ciudades de plástico. La brillante pluma de esta autora nos hace vivir todo lo que narra la joven Runak como si estuviésemos allí: la descripción del campo en el que malvive, una «ciudad de lona, plástico y cuerdas», donde no hay escuela ni trabajo, ni mucho que cocinar, ni mucho que limpiar, ni ropa que lavar… El calor extremo, el frío extremo, el hedor de las letrinas, los charcos que funcionan como espejos… La esperanza que se pierde cuando solo llegan malas noticias —«me estoy planteando seriamente si no viviría mejor con unos buenos tapones en los oídos»—. Los problemas de convivencia y las trifulcas que surgen cuando toca repartir los escasos bienes y recursos que aportan los grupos de ayuda humanitaria, esos «visitantes perfumados y con sonrisas de blancos dientes» que iban hasta allí para «arreglar los estropicios». O el juego al que nuestra protagonista y su hermano se entregan para pasar el tiempo: predecir que van a hacer sus vecinos del campo en su rutinario y cíclico día a día. Curioso eso de predecir el futuro, aunque sea el futuro inmediato, ya que allí solo viven del pasado, del pasado perdido, del pasado añorado.
El recuerdo de la última canción que escuchó antes de que se mundo cambiara para siempre, una de las pocas canciones que tenía guardadas en su móvil… Una canción que se le viene a la cabeza una y otra vez y que le lleva a recordar sus últimos momentos en Sinjar, cuando tuvo que huir junto a su familia y algunos vecinos en mitad de la noche… Los días que pasaron escondidos en las montañas hasta que pudieron escapar. Los muertos sin tumba que dejaban por el camino…
Memorable el momento en que encuentran el cuerpo sin vida de un anciano. Runak lo expresa de una manera tan desoladora como terrible: «Es de los mejores muertos que he visto últimamente. Al menos este tiene sus ojos cerrados delicadamente, su expresión serena, como si estuviera durmiendo. Yo me quiero morir así. Todo el mundo debería despedirse así».
O cuando le dice a Amira, consciente de un futuro absolutamente incierto: «¿Puede también prometer que ni yo ni mi hermano acabaremos envejeciendo debajo de unas lonas? Porque ha pasado casi medio año de los ataques, y nadie nos augura nada nuevo que sea bueno o esperanzador. Dicen por ahí que hay lugares donde la gente vive eternamente en un campo, esperando. Cosas que leen por Internet…».
O cuando Runak y su hermano ven a un grupo de nuevos refugiados que no pueden entrar en el desbordado campo. La chica le dice a su hermano que deben alejarse antes de que les apedreen, y se lo explica del siguiente modo: «Pues porque no van a entender que nosotros estemos dentro y ellos no, como si fuéramos mejor que ellos, cuando bien podría ser que haya personas mucho mejores que tú o que yo».
O la historia del joven Hassan, un joven que fue secuestrado por «ellos» y que durante un tiempo fue adoctrinado, drogado y torturado. Pese a conseguir escapar, se ha quedado tocado. A Runak no le gusta ni lo quiere cerca: «No deberían haberle rescatado. Ya estaba muerto cuando le encontraron en sus manos».
O la de una familia, «los triunfadores», que consiguieron llegar a Alemania porque tenían allí unos parientes, pero que terminaron regresando al campo de desplazados porque no consiguieron buscarse la vida. Imaginen cómo debían sentar este tipo de historias a los habitantes de aquella ciudad de plástico.
O cómo describe sus sensaciones al ver a un grupo de chicas que han sido rescatadas de las manos de «ellos»: mudas, aturdidas… la inexpresividad de sus ojos, el negro riguroso de las ropas que las cubren y las invisibilizan por completo. «No me extraña que lloren a chillidos cuando sus pies tocan el suelo del campo mientras se arrancan los velos de la cabeza como si estuvieran en llamas y temieran quemarse la cabeza».
Y un último detalle. Runak nunca dice quiénes son sus enemigos, «ellos». «No me da la gana nombrarlos». «Les vi a lo lejos enarbolando la bandera. Cuesta explicar el miedo que puede provocar un trozo de tela, la verdad»…
Y también Amira nos deja grandes momentos. Por ejemplo, descorazonador cómo explica su función: «Por ahora, lo más importante es devolverles su juventud, sosegar sus noches en vela con recuerdos positivos y constructivos. Impedir que se cuestionen el sentido de su existencia, cualesquiera que sean todas las razones que pesen hacia esa dirección». O su extraordinaria reflexión sobre la inacción de la comunidad internacional ante catástrofes como esta: «Los yazidíes somos un pueblo demasiado sencillo, demasiado quedo, demasiado ancestral para la filosofía moderna. Sin mayor ambición que conservar nuestra cultura y procurar una prosperidad humilde en nuestras casas. No se me ocurre nada lo suficientemente atractivo para seducir a las potencias de la comunidad internacional. Porque ya hace mucho que me di cuenta de que las manos no se tienden por mera solidaridad al prójimo».
Una última reflexión para cerrar esta, quizás, demasiado larga reseña. Aquí, en esta España mía, en esta España nuestra, también tenemos nuestras ciudades de plástico. Aquí hay gente viviendo desde hace años en condiciones lamentables, buscándose la vida y trabajando para que muchos avaros se enriquezcan con esta mano de obra casi esclava, y para que nosotros, inconscientes, podamos comer fresas, sandías o tomates baratos. Piénsenlo. No por no querer verlos van a dejar de existir.
«Parece mentira: tanta calma, y a menos de doscientos kilómetros nos están arrancando la piel a tiras».