Uno podría pensar que el lector compulsivo está tan acostumbrado a leer que en muy pocas ocasiones se sorprende con un nuevo libro. Pero no es así. Al contrario. Leer no produce tolerancia, aunque sí que aumenta el umbral de lo que se considera bueno o malo, siempre desde una perspectiva subjetiva, personal e intransferible. Pero, por mucho que uno lea, de vez en cuando aparece alguna obra que desde sus primeras páginas te atrapa y te conduce inexorablemente a devorar todas y cada una de sus letras. No sabría explicarles por qué, pero es así. Es una especie magia, una conexión extraña que emana de las páginas del libro y que une inexorablemente al lector, entrenado o no, con la historia que se está leyendo. No exagero si digo que esto sucede con Las lágrimas de Juliana, la extraordinaria propuesta literaria del escritor gallego Iago Méndez, recientemente publicada por la Editorial Círculo Rojo.
Se trata de una inspiradísima novela de suspense y acción que cuenta la historia de varios personajes relacionados entre sí tangencialmente, y en la que hay un poco de todo: crímenes, espionaje, corruptelas varias, multinacionales genocidas…
Una buena obra de ficción debe construirse sobre una estructura que permita expresar a la perfección lo que se quiere contar. Si se me permite el símil, debe ser como uno de esos puzles de miles de piezas que al formarse permiten visualizar, por fin, la imagen prevista. En eso consiste el noble arte de fabricar ficciones. Pues bien, Las lágrimas de Juliana está compuesta por una serie de capítulos cortos, cortísimos a veces, con acciones ubicadas en lugares distintos y protagonizadas por personajes diferentes. Esto concede a la lectura un ritmo endiablado y, de camino, provoca que el lector se vaya enganchando a cada de una de las tramas. Esa es una de las técnicas básicas para crear suspense y conducir tanto al lector como a las tramas hacia un clímax resolutivo final.
Otra de las técnicas, que Iago Méndez desarrolla con asombrosa precisión, es ir dosificando la información, especialmente en lo que se refiere a los personajes, que se van construyendo poquito a poco, a pinceladas, y siempre de la mano de las tramas que protagonizan.
Pero hay algo más que creo que representa perfectamente uno de los grandes logros de esta novela, además de ser otra técnica para crear suspense: en el segundo capítulo se produce un asesinato en un hotel de Ginebra. La asesina, disfrazada de camarera, envenena a un señor, de gran importancia para la trama, y luego huye. El capítulo termina con esta inquietante frase: «Hasta aquella noche, llevaba casi diez años sin matar a nadie». ¿Quién será esa misteriosa mujer?, ¿a qué se dedica?, ¿diez años sin matar? Algunas de esas preguntas se responden pocos párrafos después, pero otras contribuyen a mantener al espectador pegado al texto.
Como pueden ver, le he dado mucha importancia a esto del suspense. No es para menos. En un mundo como el nuestro, donde el tiempo es oro —aunque se pierde en ocasiones en miles de asuntos futiles—, donde prima lo inmediato, y en el que hasta los lectores más aguerridos son capaces de desechar una obra si en sus primeras veinte páginas no les engancha, es más importante que nunca conseguir captar la atención y el interés del potencial lector desde el primer momento. Y no es fácil. Iago Méndez, sin duda, lo consigue.
Por otro lado, el libro tiene muchas lecturas secundarias —o no— interesantes, como el turbio mundo de los negocios de las corporaciones internacionales o las relaciones de estas con los medios, lo que implica que muchas noticias relacionadas con las atrocidades que cometen queden silenciadas por la participación cómplice de los periodistas. Además, en la novela se le da mucha importancia a un tema candente y que he levantado un amplio debate en la sociedad: los alimentos modificados genéticamente. Por un lado, a priori, no parece mala idea, si el objetivo es reducir el hambre creando especies vegetales más resistentes y productivas. El problema está en que no se trata solo de esto. Por ejemplo, muchos de estos productos se diseñan para que resistan herbicidas potentísimos, lo que a su vez implica que se reduce exponencialmente la mano de obra y se consigue mayor producción. Pero claro, mayor producción de productos que contienen una gran cantidad de tóxicos… Además, estas prácticas destruyen por completo las economías agrícolas locales, cuyos productos no pueden competir en los mercados contra estos otros. Sea como fuere, sobre este interesantísimo tema se articulan gran parte de las tramas de Las lágrimas de Juliana.
Y algo más, una interesante reflexión sobre algo que se comenta un poco de soslayo en esta obra pero que me parece de lo más interesante: los alimentos biológicos y el turbio origen que en muchos casos tienen… Ahí lo dejo.
En resumidas cuentas, estamos antes un obra valiente, ágil, rápida, intensa y entretenida, pero también reflexiva, arriesgada y concienciada. Todo un lujo. Absolutamente recomendable.
«Las lágrimas de Juliana son las lágrimas de un pueblo, pero también son las lágrimas del mundo, un mundo sobreexplotado y debilitado que cede ante el poder de las grandes multinacionales».