Los lectores empedernidos solemos tener buen criterio, aunque hay veces que nos llevamos algún que otro chasco. Pero, en otras ocasiones, sucede algo alucinante: en nuestra ridícula prepotencia autocomplaciente llegamos a considerar que nada nos puede sorprender, que ya tenemos todo leído, que no hay nada nuevo bajo el sol. Hasta que el día menos pensado aparece un libro que nos rompe, para bien, por completo. Eso me ha pasado con esta obra que pretendo reseñar, El sendero, de David Ced, una extraordinaria antología de relatos, con mucho de parábola y de pedagógico, recientemente publicada por la Editorial Círculo Rojo.
Por supuesto, voy a intentar no desvelar nada de esta obra. Si quieren saber más, tendrán que leerla. Así que centraré la reseña en los aspectos reflexivos y filosóficos que ha suscitado en mí.
Estamos ante un libro que invita a vivir de verdad, en mitad de esta vorágine que nos rodea, ayudándonos a aprender a aprehender el mundo en estos tiempos de la postverdad. Un mundo en constante cambio que afecta en primera instancia al individuo, pero que, como es lógico, termina derivando a toda la sociedad. Hoy en día, este análisis parece más atinado que nunca. Todo está en crisis, tanto las instituciones seculares como las espirituales. Pero aún hay esperanza. Y ese es el primer aprendizaje que podemos extraer de El Sendero.
Hace varias décadas, Carl Sagan, el popular astrónomo, creador de la mítica serie documental Cosmos, aportó la que posiblemente es la mejor definición de filosofía que existe, cuando dijo: «Somos el universo pensándose a sí mismo». También dijo que somos polvo de estrellas, aunque eso lo tenían muy claro los pensadores desde la más remota antigüedad. Somos el universo consciente. Pero ojo, aunque Sagan dijo esto desde una perspectiva científica y bastante escéptica, esta idea tiene mucho de metafísico. Eso sí, razón no le faltaba. El ser humano, desde la más remota antigüedad, no solo ha pensado cómo buscarse la vida, sino que ha pensado sobre la vida, sobre su entorno y sobre sí mismo. Posiblemente, eso, la conciencia activa y la capacidad reflexiva, es lo que nos hace humanos —si es que eso es algo.
Aquellas remotas reflexiones con las que nuestros antepasados intentaron explicarse el mundo y a sí mismos, terminaron desembocando en el nacimiento de las religiones —entendidas de una manera muy amplia, no bajo el estrecho corsé de las religiones organizadas actuales—. La religión nació como un intento para explicar lo que somos y dónde vivimos. Luego llegó la filosofía, que pretendía ser un intento más racional para hacer lo mismo. Y más tarde llegaría la ciencia. Pero, sea como fuere, el camino, el sendero, era el mismo: la búsqueda del conocimiento. Por este motivo es importante no tomar partido ni asumir de forma prepotente que algunos de estos caminos son mejores que los otros. Todos son igual de válidos, todos explican parte de lo que tienen que explicar, y las explicaciones se complementan entre sí —como en el cuento Los ciegos y el elefante, incluido en esta obra.
Esa idea se puede apreciar transversalmente en este libro. Mientras uno lee, o camina, por las páginas de El Sendero, salen a la luz un sinfín de reflexiones e ideas sobre la búsqueda de lo espiritual en lo individual, en lo interior; sobre los antiguos dioses que parecen habernos abandonado, sobre el libre albedrío o la predestinación, sobre el tiempo, el pasado que nunca volverá y el futuro que nunca existe; sobre el sentido o sinsentido del ser y de la vida, sobre lo importante que es desarrollar las virtudes morales, tomar conciencia de que no somos el centro del universo, entender nuestra verdadera identidad; sobre lo necesario que es emprender el camino —el sendero— de la introspección para encontrarnos a nosotros mismos…
Además, el autor expone a la perfección, en sus relatos, sus profundos conocimientos sobre las distintas religiones y su influencia y relación con las culturas en las que nacieron. No en vano, las creencias religiosas y filosóficas son el leit motiv de esta obra, aunque no se ve un claro predominio de ninguna: podemos encontrar elementos tomados de la filosofía socrática o estoica, pero también de movimientos más espirituales, como el taoísmo, el budismo o el sufismo, o la filosofía zen, o las tradiciones judeocristianas; pero también hay mucho de fabricación propia, producto del buen conocimiento del autor y de su extraordinarias capacidades reflexivas y comunicativas.
En definitiva, se trata de una obra valiente e inspirada que puede ayudar a guiarnos y a conducirnos de forma correcta por este valle de lágrimas que es la vida, para que deje de serlo y sea lo que debe ser. Y es que El sendero, aunque también contiene dosis altas de erudición y de reflexión filosófica, es un libro para todo el mundo, o debería serlo. A veces se hace árido, pero nadie ha dicho que fuera a ser fácil. Es el precio a pagar por enfrentarnos a nosotros mismos en el espejo. El resultado, el premio, merece la pena.
Una propuesta tan arriesgada como atrevida. ¿Lo consigue? Dejo eso en manos de los lectores que se atrevan a sumergirse en sus páginas. Pero yo diría que sí, y con nota.
Y no, no es un libro de autoayuda, aunque proporcione, o pretenda proporcionar, herramientas que nos ayuden a ayudarnos a nosotros mismos. Puede resultar paradójico, pero es así. No se trata de seguir un manual. No está escrita la receta. Se trata, en pocas palabras, de darse cuenta, como una y otra vez repite el autor. Darse cuenta de qué somos; darse cuenta de que estamos; darse cuenta de que sentimos.
Que tengan buen camino…