En el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales surgió una corriente filosófica conocida como existencialismo. Sus abanderados fueron autores y pensadores de la talla de Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Karl Jaspers, nuestro Unamuno o la simpar Simone de Beauvoir, pareja del primero. Tomando como punto de partida la filosofía a martillazos de Nietzsche o la amargura vita del Kierkegaard, los existencialistas se caracterizaron por realizar una apuesta por la toma de conciencia del individuo de lo que es su realidad más inmediata: su propia existencia. Estamos solos y somos libres. Por lo tanto, debemos asumir la responsabilidad de nuestros actos, para bien o para mal, y esto, claro está, genera angustia, genera la nausea de la que hablaba Sartre. Pero nos une la experiencia existencial en todas sus manifestaciones, desde la tragedia o la tristeza hasta la alegría y la empatía. Y ese termina siendo el camino…
Estamos solos, repito, pero vivimos lo mismo: esta vida, a veces drama y dolor, a veces felicidad y alegría. Sí, somos seres heridos, dañados, y efímeros, además; pero nos queda la experiencia de compartir con los demás las vivencias, el tiempo, las miradas, las sonrisas, las lágrimas, las risas. Eso es lo único que nos llevaremos, y quizás sea ese, solo, el único sentido de la vida, si es que realmente hay alguno.
Y, sin duda, la mejor manera de transmitir esta experiencia existencial es la poesía, más incluso que filosofía, pues la poesía, en sus múltiples manifestaciones, es capaz de expresar de una forma mucho más sutil, y más bella esos mundos interiores que forman lo que realmente somos.
Los husos horarios del viento, esta preciosa antología poética escrita por Julio Aurelio Olivero Lara, publicada recientemente por la editorial Círculo Rojo, gira precisamente en torno a esa evidente realidad, en torno al dolor humano en sus múltiples manifestaciones y a la interacción de los demás como vía de escape.
Así, el autor, en sus versos, en sus sonetos —maravilloso— y en su prosa poética, invita a sus lectores a superar el dolor existencial, o, al menos, a tomar conciencia de ello. En ocasiones, se vuelve muy filosófico y propone interesantes e introspectivas reflexiones narradas en primera persona —por ejemplo, en el genial texto titulado «Algunos segundos de la existencia»—; en otras, pone el foco en su pasado, y de camino en el nuestro, y se deja seducir por los recuerdos, buenos y malos, por la nostalgia y por la melancolía, por los aprendizajes que, queramos o no, termina regalándonos la experiencia.
Además, en varios de sus escritos nos plantea sus pensamientos sobre el dolor vital, siempre argumentando que «el dolor, por más que (redundantemente) duela, siempre será pasajero». Nos habla de la soledad no elegida, la que duele, la que ahoga; de la cuerda floja que es esta vida, con la muerte siempre al acecho, y del miedo que generamos de adultos al final; de los consejos a los que no hicimos caso; del desamor y la ausencia de besos, cuando más ganas teníamos de ellos; de la monotonía del día a día y de las reglas que encorsetan nuestro albedrío; de las distancias absurdas que a veces colocamos ante los demás; de la incertidumbre, de la desesperanza y del hastío; de lo absurdo que es luchar contra el tiempo y pretender la inmortalidad; de quiénes seríamos nosotros sí…; de las malas buenas intenciones, de la verdad que ya no existe, del miedo al «tal vez», de las ciudades que damos en ruinas…
Pero también de tener y cumplir propósitos vitales, de dar lo mejor de nosotros mismos en todo momento, de disfrutar esta existencia lo mejor posible, y en compañía de nuestros seres queridos y de nuestros amigos; de la importancia de superar las heridas que el destino, los otros o nosotros mismos nos hacemos; de lo necesario que es no juzgar si no queremos ser juzgados y de lo bonito que es saber escuchar; de la escritura como medio para buscar la catarsis, para sanar las heridas y para detener la náusea existencial —precioso el poema «Quiero que»—; de la ansiada y trascendental autoestima, del amor que sana, cuando llega; de la aceptación como camino, de la grandeza de haber amado, de los lugares seguros, de los latidos sin metrónomo…
Reseñar por último que Los husos horarios del viento cuenta además con un apartado gráfico sensacional compuesto por un buen número de fotografías del propio autor, que aportan un notable valor añadido a esta ya de por sí notable obra.
En definitiva, Julio Aurelio Olivero Lara abre su alma de par en par a sus lectores en un acto tremendo de generosidad; y de camino nos invita a hacer lo mismo, y a que reflexionemos sobre todos los temas que nos plantea, y a que nos miremos a nosotros mismos en busca de lo que realmente somos, para que entendamos así que solo nos queda la experiencia de vivir y que incluso el dolor enriquece este camino que todos transitamos.
Más que recomendable.