A veces sucede. Los psicólogos, empleados siempre en ponerle nombrecicos a todo, consideran que se trata de un sesgo cognitivo. Y quizás tengan razón, pero pasa, sucede, a veces. ¿No les ha pasado nunca que escuchan una canción y parece que está hablando, no solamente de ustedes, sino de su momento existencial concreto? ¿No les ha pasado esto mismo con alguna novela o con alguna película? A mí sí, claro. De hecho, me ha pasado con esta obra que pretendo reseñar a continuación, Los jubilados los carga el diablo, una extraordinaria y emotiva comedia del autor Luis Chacón de la Torre, publicada hace un tiempo por la editorial Círculo Rojo. Ahora me explico, pero antes le resumo los andamiajes narrativos sobre los que se construye esta epopeya costumbrista.
Tiburcio Cascarria, alias Atranca-poco, de Cacerolilla, un lugar de la Mancha. Ochenta y cinco años vividos, pese al tabaco y al Parkinson, y al duro trabajo de labrador que había desempeñado desde mozo. Iletrado y bruto, pero con un sentido del humor que le hacía muy querido. Padre de Crisóstoma —Cris, defendía ella— y viudo de Paquita, que le dejó quince años atrás, momento en el que se retiró al campo, a su arquería, para vivir, dichoso, como un eremita, con la única compañía de algunos animales y del gallo Pavo-rotti.
Su tranquilidad campestre se vio alterada un buen día cuando su hija, Cris, y el marido de esta, Bienvenido, le pidieron que se quedase a cargo de Alfonsito, su hijo, nieto de Tiburcio, mientras el matrimonio disfrutaba de unas merecidas vacaciones de un mes de duración en un balneario de Asturias. Curioso, pues hasta entonces no había tenido demasiado trato con el mozalbete, ya que su hija, descastada y urbanita —viven en la próspera y cosmopolita ciudad de Trébedes del Condado—, temía que se asalvajase junto al gañán de su abuelo. En plata: apenas se conocían. De ahí su sorpresa cuando le comentaron la noticia. Pero claro, aceptó. Era su nieto al fin y al cabo.
Pochele, como Tiburcio le llamaba, no estaba de acuerdo con aquella decisión, como es lógico. Pero no había elección. Así que, sin más, abuelo y nieto se ven obligados a pasar un largo mes juntos.
Y hasta aquí puedo leer. Ya me gustaría extenderme más en esta entrañable y divertidísima historia, pero no puedo. Menuda inrritación… Si quieren saber más, tendrán que hacerse con un ejemplar de esta maravillosa, entrañable y voluminosa novela cómica.
Es importante remarcar el uso de dos voces literarias distintas: un narrador omnisciente cuenta la historia en tercera persona, a la vez que se intercalan entradas del diario de Alfonsito. Gracias a este genial recurso, el autor nos ofrece las dos caras de la moneda y construye a la perfección el eje transversal que recorre esta novela: el choque entre el abuelo «rústico» y el adolescente urbanita, que a la vez representa el choque entre dos mundos totalmente antagónicos y entre dos generaciones por completo diferentes.
Otro aspecto esencial de Los jubilados los carga el diablo es el magistral uso del vocabulario que desarrolla Luis Chacón de la Torre. No solo porque es riquísimo, sino, sobre todo, porque está repleto de palabras y jerga de la gente de pueblo, empleada por el abuelo protagonista y sus convecinos. Como es lógico, esto supone un factor de trascendental importancia en el choque de trenes del que antes les hablaba. Ojo, hay que dejar claro que el autor en ningún momento se mofa de esta forma de expresarse. Al contrario. Sí, la utiliza como elemento cómico, pero siempre en el contexto del conflicto que vive el chico de ciudad, incapaz en numerosas ocasiones de entender aquel lenguaje.
Sobra decir que el humor se construye siempre en base a ese choque entre el mundo urbano de Pochele y el paisanaje rural de Tiburcio y sus amigos y vecinos. Pero, también en este caso, se hace con sumo respeto. No hay mofa paternalista. Y eso es importante.
Por otro lado, hay que mencionar también la acertada construcción de los personajes que deambulan por las generosas páginas de esta novela, y no solo de los dos grandes protagonistas, sino también de sus secundarios. Se trata de personajes trabajados, complejos, poliédricos, con una historia detrás que se hace explícita y con un mundo interior que poco a poco vamos conociendo. Esto le permite al autor crear una atmósfera empática que permite que desde el primer momento entienda, comprenda e incluso empatice con casi todos ellos. Además, la experiencia inmersiva se ve enriquecida gracias a la esmerada descripción de los ambientes, contextos y lugares por los que se desarrolla la trama. Así, pese a que se trata de una extensa obra de 450 páginas, gracias al prodigioso sentido del humor y a todo esto que les comento, su lectura se hace realmente fácil, ligera y, lo que es más importante, adictiva. Les aseguro que no podrán parar de leerla. Y no deben hacerlo porque el final es… ¡Qué final!
Para cerrar el círculo, les explico lo que sin explicar al comienzo de este texto: yo fui durante varios veranos un Pochele, y mi abuelo, con sus diferencias, fue, sin duda, una suerte de Atranca-poco. Y gracias precisamente a esto, a que el destino hizo que compartiese horas, siestas y trozos de tocino con habas y alcaparrones con el padre de mi madre, llegué a formarme una idea clara de lo que realmente importa, más allá del habla, el modo de vida, las creencias o las ideologías de cada cual. Por eso, me gustaría mandarle un fuerte y honesto agradecimiento a Luis Chacón de la Torre, ya que en innumerables ocasiones me he visto reflejado en esta narración; pero, sobre todo, porque he recordado cosas que la maldita memoria había condenado al olvido. Gracias.
En resumidas cuentas, una delicia de novela que están tardando en leer.