Edgar Allan Poe ha pasado a la historia por sus sensacionales relatos de terror gótico, que hicieron que los románticos franceses, con Baudelaire a la cabeza, le tomasen como el ejemplo perfecto del poeta/escritor atormentado por la vida que solo puede curarse, y solo a veces, mediante sus letras.
Pero Poe escribió mucho más que terror y fue, sin duda, el primer gran cronista de un modo de vida que, con el paso de las décadas, otros desarrollaron en toda su potencialidad en el cine o en la literatura: el enfrentamiento entre el hombre y la ciudad moderna, repleta de ruido, suciedad, luces de neón —sí, en la época de Poe aún no había, pero para el caso es lo mismo— y miles o millones de seres anónimos. La ciudad que llena tanto como oprime. Lo hizo en un pequeño cuento, tan maravilloso como perturbador, que tituló The Man of the Crowd (El hombre de la multitud) y que escribió en 1840. Se trata de una historia inquietante en la que refleja todo el malestar que a un bostoniano criado en el esclavista sur le producía el paisaje social y espacial de la metrópoli. Ambientada en Londres (la ciudad más grande del mundo en aquella época), cuenta la historia de un anónimo personaje que, mientras se toma un café en una cafetería, también anónima, se queda fascinado con la multitud que viene y va por el exterior. Y así, empieza a pensar en qué pensaran y en lo aislados que parecen todos, pese a estar rodeados de gente. De pronto, centra su atención en alguien, un anciano decrépito, sale de la cafetería y comienza a seguirle durante toda la tarde, la noche y la mañana siguiente. ¿Por qué? Simplemente, porque le pareció alguien que rompía con la uniformidad anónima y solitaria de la masa, especialmente porque no parecía ir a ningún sitio en concreto. Como él.
¿Por qué les cuento esto? Porque esta brillante novela que pretendo reseñar a continuación, Manhattan nunca brilla sin oscuridad, del autor José Satori, recientemente publicada por la editorial Círculo Rojo, de alguna manera, comparte esa inquietante atmósfera de la que hablaba Poe y guarda algunos sorprendentes puntos en común, empezando porque el protagonista de ambas obras sea alguien totalmente anónimo, como anónimos somos los que vivimos en ese paisaje urbano del que les hablaba antes.
Se trata de un antiguo boxeador venido a menos, con «musgo sobre sus párpados», que vive permanente asido a la nostalgia de unos tiempos pasados que nunca volverán. Nacido a finales del XIX y criado en Nueva York, hijo de una italiana de origen y un irlandés, se crío en las calles, donde, desde bien pequeño, como muchos otros chavales de los barrios populosos, se dedicó a los trapicheos y pronto ascendió en la siempre resbaladiza pendiente de las mafias, para las que comenzó a trabajar siendo un adolescente. Dinero fácil, tugurios, gánsteres, apuestas, sangre, alcohol… Esa fue su escuela. Y finalmente, termina convirtiéndose en boxeador, con lo que ello implica de salvación para un chico de la calle y de destrucción para un hombre ya adulto que no sabe, o no puede, digerir las mieles del éxito. Lo que le lleva a…
Y hasta aquí puedo leer. No es mi intención destripar en lo más mínimo el auge y caída de este anónimo urbanita neoyorquino. Para ello, tendrán que leer Manhattan nunca brilla sin oscuridad. De hecho, su título ya indica mucho sobre lo que van a encontrar. La ciudad de las luces es también la ciudad de las sombras, siempre provocadas por esas mismas luces. O, en otro orden de cosas, el sueño americano es a veces tan frágil que termina convirtiéndose en una pesadilla existencial.
Y es que esta novela, como aquel viejo cuento de Poe, tiene mucho de existencialista. No sé si el autor lo ha hecho adrede, pero las aventuras y desventuras de su anónimo héroe urbano están totalmente hermanadas con los estridentes y demoledores conflictos vitales de los personajes protagonistas de las grandes novelas existencialistas, como el Roquentin de La Nausea de Sartre o el también anónimo humano que vive en la Orán moribunda de La peste de Camus. De hecho, con ambas novelas y, por extensión, con la filosofía existencialista, comparte José Satori el interés por lo humano, lo demasiado humano, en todas sus manifestaciones: desde la solidaridad y la empatía al egoísmo y la depresión. Y por supuesto, esa constante sensación del hombre solo ante la inmensidad del otro, de los otros, que le hace pequeño en mitad de un mundo de rascacielos bajo un cielo hermético. Ya lo dijo Sartre, «el infierno son lo demás».
Desde una perspectiva puramente literaria hay que destacar varios aspectos que brillan especialmente: su prosa es rica, árida, seria y fría, pero muy descriptiva, reflexiva y tremendamente metafórica; y sus diálogos son necesariamente realistas y están ejecutados a la perfección. Por otro lado, se podría decir que es una novela de personajes, y lo es, especialmente por el omnipresente protagonista, pero también por la pléyade de secundarios (muchos de ellos reales), que deambulan por sus páginas. Personajes complejos, nada maniqueos, con aristas y muy muy creíbles. Pero también es una novela de espacios, como les venía diciendo. La ciudad se convierte en un personaje más, posiblemente el más importante, y de alguna forma se manifiesta en cada una de las páginas de la novela.
Además, se aprecia el extraordinario trabajo de documentación que ha tenido que desarrollar el autor. De no ser porque sabemos que es un autor español, perfectamente podría pasar por la obra de un neoyorquino octogenario que llevase toda su vida viviendo en el Lower East Side. Eso tiene un mérito extraordinario.
Un aspecto importante que le hermana con otros grandes literatos y creadores que han ambientado sus historias en la Gran Manzana, empezando por Woody Allen o Scorsese y terminando con Paul Auster, es que la música siempre está presente, como bien señala el prologuista de la obra, que propone, con más razón que un santo, que el autor ha escrito un blues. No tengo claro que sea exactamente un blues, pero sí es jazz. All that Jazz. De hecho, leyendo la novela me vi obligado, probablemente por condicionamiento activo, a ponerme varios discos clásicos de Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Duke Ellington, Billie Holiday o Dizzy Gillespie —incluso algo de Nina Simone—. Si pueden, y se atreven con esta árida pero extraordinaria novela, prueben a leerla así.
En resumidas cuentas, una pequeña obra maestra de la literatura contemporánea española escrita por un autor que, si los vientos vienen propicios, puede dar mucho que hablar. Están tardando en leerla.