Siempre he admirado a los poetas. Entiendo que en estos tiempos de la postverdad, de runners vestidos de superhéroes, de hipotecados de los likes y de adictos al feedback, la poesía no es lo que era. Por eso mismo, por esos mismos, me ha sorprendido gratamente esta sencillamente compleja obra de Yoendri Lafargue.
Se trata de poesía de las de antes, old school, de esas poesías que riman, construidas por arquitectos de las palabras, del ritmo y de la métrica para los que la emoción, el sentido, la sensibilidad, no tenían sentido, ni emoción, ni sensibilidad, sin la forma.
Yoendri, a través de estos poemas, ordenados en estricto desorden alfabético, nos habla de lo que tienen que hablar los poetas, los vagabundos que se alejan del mundanal ruido para construir silencios con letras que emanan filosofía de vida.
Nos habla del amor enamorado, de amantes que se entregan «como la leña al fuego»; pero también del despecho y la tragedia del que ama sin ser amado, del que ama sin haber sido amado, del que ama cuando ya no es amado.
Nos habla del dolor y de la náusea, del esfuerzo que hay hacer para poder levantarse o querer sonreír en un mundo que se empeña en hacernos la zancadilla, del sufrir que nos invade cuando todo se trastoca, o cuando la muerte se enamora de los que amamos, o cuando el alba no amanece.
Del recuerdo que atormenta, que persigue, que recuerda. Del pecado dulce del que peca y no remienda.
Nos habla de la salida y del refugio que cada uno construye como puede, unos con versos, otros con besos. Del consuelo que consuela cuando nos arrastramos por el suelo; de la esperanza eterna del poeta y del guerrero. «Porque las penas que a mí me turban/no podrán obstaculizar mis sueños».
Nos habla de la libertad de ser y de estar —«Pero deja, ¡deja que vuele libre/a mi alma cuando amanece!»—; del eterno padecer del que siente de más, del que no vive sin más, del que ríe por no llorar; de la guerra que no acaba entre el corazón y el cerebro; del empeño en entender lo que igual no tiene explicación, lo que no hace falta entender, lo que no conoce explicación —«Nos cuestionamos tanto/que luego nos cuesta vivir/la felicidad que tanto/hemos siempre deseado»—; de la felicidad que no existe para el que no quiere ser feliz, del desconcierto ante nosotros mismos —«tampoco sé por qué se secaron las lágrimas que derramaba»—; de lo que nos perturba el otro, el de en frente, aquel; del vagar, del huir, del «posarse en cualquier flor»; de las grandes preguntas que atormentan nuestros llantos —«cuando muera ya me dirás cuánto fui capaz de amar, cuántos años yo perdí escondiéndome, quizás. Ya me lo contarás, allí en el más allá»—
En resumidas cuentas, Yoendri nos enseña el alma —¿su alma?— y, con este altruista acto de amor y generosidad, y de grandeza literaria, nos enseña a enseñar nuestra alma. Esa es la clave, si lo he entendido bien, de este libro. Aprender mediante el sentir ajeno a conocer el sentir propio, lo que verdaderamente somos y sentimos. Aprender que todos tenemos las mismas preguntas y que todos ansiamos las mismas respuestas. Aprender que la vida es un drama, pero que en nuestro drama. Somos drama.
Por poner una pega —que me perdone el autor—, algunos poemas pecan de una cierta ingenuidad naif. Pero no pasa nada. Compensan los otros, los que equilibran la balanza con genio, talento, buena pluma y perspectiva.
No importa lo que me digan,
ya he visto morir a mucha gente.
Biografía
Yoendri Lafargue Navarro nació el 22 de diciembre de 1983 en La Habana, Cuba, de nacionalidad cubana–española. Es un apasionado por la escritura y escribe desde los once años de edad. Comenzó escribiendo novelas inéditas que aún no se han publicado y posteriormente incursionó en la poesía. Actualmente el autor cuenta con un poemario publicado Poemas del Corazón (2017).