No sé quién ha escrito este libro, ni si ese tal L. R. Lucien, que aparece en la portada sobre el título, existe. Tampoco me importa. Es un genio. Y los genios no tienen nombre. O sí. Yo qué sé. Pero este tío, o esta tía, sabe lo que hace y lo hace sensacionalmente bien. Me quedo con eso. Es el que es, como el Dios aquel que se le presentó a Moisés. O la que es. Da igual. No importa su nombre, aunque por desgracia, y a riesgo de pecar de incoherente, ardo en deseos de saber quién es. Paradojas existenciales. Como la vida misma. Como Leteo.
Me ha recordado a Sartre y La Náusea. Esa primera persona. Esa angustia existencial. Ese vivo sin vivir en mí. Ese «yo con otros no existo» que grita el protagonista de este magistral libro, al que pongamos que podemos llamar X; ese «detesto cuando el mundo se empeña en ayudarme y demostrarme que no todo en la vida es tragedia cuando lo que quiero es tragar fango».
X lleva toda la vida huyendo. Aunque quizás no sea ese el verbo más adecuado, o quizás, simplemente, haya que matizar sus connotaciones semánticas.
Huyendo del ruido de la soledad hipotecada, de uno mismo, del yo, de los otros y de las otras. Huyendo hacia adelante y hacia atrás. Huyendo porque solo queda la huida al que no sabe hacer nada más que huir. Huir porque la vida es eso. Huir de vivir y huir, en resumidas cuentas, de morir. Se hace camino al huir.
Pero claro, cuando menos se lo espera uno, cuando más hastiado estás de la efervescente felicidad de los Felices —con mayúsculas, como Dios manda—, aparece alguien, y aunque sea por una sola noche, te convierte en uno de ellos, en un efímero Feliz… hasta que llega el alba, y el nosotros se rompe como la noche. Pero siguen quedando las ganas, la necesidad, la adicción y el pecado de amar. La necesidad de que se ausenten las ausencias; la esperada alegría que de que el alba no nos deje solos, de que al despertar, ella, o él, sigan ahí.
Aunque, pensándolo bien, tampoco sería fácil digerir la ausencia de esa ausencia, como la pasa a X, cuando una mañana se encuentra con alguien que no se ha ido, o que acaba de llegar. Alguien que hará tambalear con su silencio la paz y el ruido de su espiral vital. Alguien a quien ver al salir del trabajo, con quien encontrarse al despertar, con quien bailar en la distancia, con quien compartir miradas, sonrisas tímidas y tiempo perdido. Alguien con quien dormir oliendo a alma y con quien permitirse el lujo de reír o, al menos, de sonreír. Alguien que no termina de llegar, o no termina de quedarse.
Pero no piensen que estamos ante la historia de un cínico amargado que se rehace a sí mismo gracias al amor. Sí, pero no. La Náusea siempre regresa para abrazar a los Infelices y para invitarles a seguir huyendo y creando caminos. Esa es la vida. Nacer y renacer en movimiento. Y beber mucho de vez en cuando, lo justo para anestesiar la Náusea o para aliviar la espera de las sonrisas, de los abrazos, de los «te entiendo» que no llegan o, más bien, que tardan en llegar.
En definitiva, se trata de un libro riquísimo, con una prosa tan atroz y brillante como descorazonadora e inquieta. Brillan las descripciones de los estados de ánimo, especialmente las reflexiones introspectivas en primera persona del protagonista, y los continuos detalles de una realidad que por cotidiana no solemos aprehender. Brilla el cinismo, el humor bastardo, la tragicomedia comicotrágica con la que desarrolla una historia sin McGuffins, sin suspense, pero que atrapa y engancha. ¿Por qué atrapa y engancha? Porque todos, de alguna manera, somos ÉL, aunque solo sea en esos domingos de resaca por exceso de tabaco, Jägermeister y poco sexo. Quien más, quien menos, ha vivido situaciones similares. Cuando lo lean, si lo leen, y están tardando, lo podrán comprobar.
Fascinante su forma de describir los trabajos de mierda por los que uno tiene que transitar para poder pagar por vivir y por dormir: los compañeros sin nombre, los jefes, los platos que fregar. Y fascinantes los diálogos con los demás, con los siniestros personajes con los que el anónimo protagonista se cruza y se ve obligado a interrelacionar, con los que no sabe lidiar, quizás, por culpa de ese sentimiento trágico de la vida que le invade y le alimenta, o por culpa de su autoimpuesta decisión de empatizar solo lo justo y necesario. O quizás resulta que no quiere lidiar con casi nadie. Mejor solo, bajo la lluvia, que mal acompañado.
No se pierdan, por ejemplo, las perturbadoras escenas en el bosque con Pud y el misterioso viejo, o la escena en la que deja el trabajo en el hotel, con un par, o la del cumpleaños de Nicole, «Perséfone hecha carne deliciosa», en la que por primera vez conocemos el nombre de la persona, masculina, que escribe en primera persona esta historia, nombre que sospechosamente empieza por L., como el del autor, o autora, que firma este libro. ¿Será él? ¿Será ella? Qué más da. Es el que es.
Pero sobre todo, no se pierdan el momentazo lisérgico en el que X, o L, o quién demonios sea, se deja arrastrar por la seductora y onírica mano del LSD. Tan Palahniuk todo…
«Nunca se llora de menos y nunca se baila de más», a lo que habría que añadir, parafraseando a un tal Jesús, que no solo de pan vive el hombre. Y que al final, llega el final. ¡Y qué final!