Por razones bien distintas, padre e hija son detenidos y condenados a muerte tras la contienda civil: Nunila, por su militancia comunista; Mario, su padre, por delator. Nunila, a modo de diario, nos cuenta lo sufrido a su paso por las distintas prisiones de mujeres del país; Mario, a modo de monólogo interior, el desasosiego y la angustia, hasta rozar la locura, en las postreras horas como condenado a muerte.
Para Nunila, el tiempo se eterniza en la galería de penadas en espera de un posible indulto o de una reducción de condena que salve su vida (pero también en los interminables minutos que dura en la noche la lectura de los nombres de las reclusas que al amanecer van a ser ajusticiadas). Para Mario, por el contrario, el tiempo fluye inmisericorde, con una cadencia no deseada, en una lóbrega celda: sabe que con el amanecer llegará irremisiblemente su anochecer eterno.
Nunila lenifica la lentitud del paso de los días con las noticias y visitas que recibe de su amado; Mario comprime el inexorable paso de las horas en desbocadas reflexiones. Dos vidas al borde de la cascada. Dos modos de alquitarar el sufrimiento y la tortura psicológica que supone la espera de la inminente pena de muerte. Dos formas de sobrellevar el tiempo tasado con usura. Dos finales diferentes.