El protagonista de esta historia empezó a trabajar con once años y ya, a los doce, se dedicó en exclusiva a un oficio que le gustaba, le mantenía en forma y le ayudaba a no pasar hambre, aunque le obligó a dejar el fútbol y los estudios. Reforma tras reforma, chapuza tras chapuza y valiéndose de empleados sin contrato, alcanzó la plenitud, pero fue entonces cuando su hijo mayor, que se encontraba atrapado por las drogas, destruyó la tranquilidad de su hogar y de sus partidas de cartas, que hasta entonces habían sido su mayor distracción. Dos días antes de que ingresaran a su hijo en un centro para desintoxicarse, una pelea entre matoncetes de barrio lo convulsionaría todo, incluso su relación con los taberneros del bar donde todos los días quedaba con los amigos. Sin embargo, él creyó que, al ingresar por fin al descarriado y perderle de vista, todos sus problemas desaparecerían, incluso los que tenía con su mujer por hacerle responsable de su mala educación. Pero, cuando estaba a punto de celebrarlo con unas vacaciones, fue el destino quien de pronto lo sorprendió al toparse con una mala bestia, hijo de una clienta anciana, que mandó al pequeño empresario al hospital, punto de inflexión que marcaría el devenir no solo del matrimonio, sino también de todos los empleados de la pequeña empresa de reformas que el albañil montó de joven con un amigo fontanero.