Pese a que esta ficción es la prehistoria, la concepción, la gestación y el nacimiento de una niña llamada Anaitía (palabra griega que se traduce por Sinculpa), no se trata de una novela de tiempos, sino de espacios: sí; de la creación de espacios utópicos en tiempos distópicos. Una asamblea de adolescentes (que bien podrían ser niños, jóvenes, adultos o ancianos) se sitúa al filo de la ilegalidad con tal de evitar la violencia, la imposición, el maltrato, el machismo, el fanatismo, el asesinato, el terrorismo…, y por estar al lado de la justicia, de la igualdad, de la libertad, del inicio de espacios para la convivencia y el consenso, frutos de la Lógica.
Aprendimos a aceptar dogmas que eran la cuadratura del círculo, a someternos al sentimiento de culpabilidad por el mero pensar en la sexualidad, a ponernos barreras que solo nos dejaban mirar…; y no nos educaron a contemplar los valores, la sensibilidad, el respeto, la escucha, la belleza del encuentro, el arte de ser dos en uno, el don de la diversidad… ¿Eliminaremos todas la dianas para que nuestra mirada, sin arrugas y como flecha disparada, nada ni nadie la detenga?
La novela camina por la vereda de la fusión entre materialidad y espiritualidad (algo así como la traducción al lenguaje y sentido actuales que hoy haría el poeta Miguel Hernández de El cantar de cantares), y su trama es, a la vez, imperfecta y necesaria para la situación actual del Ser Humano, aparte de que, a través de su estructura tan ramificada como la de El Quijote, es un canto a la Radio, al Teatro, al Cine, a la Lógica y a la Evolución (lo perfecto no es lo dogmático, siempre estático e inamovible, sino lo que cambia sin final: Todo se transforma, canta Jorge Drexler).
Esta novela puede herir la sensibilidad de algunos lectores.