Ese soy yo. Hijo de Lucía y Alberto, que una vez se encontraron y tiempo después me conocieron, el 6 de abril de 1982. No me acuerdo, pero dicen que fue un día cualquiera de primavera. Fui un niño tímido y feliz que hizo cosas de niños. Después me gustó pedalear con mi abuelo un verano, y ahí empezó un sueño que duró varios años. Terminé de estudiar, encontré un trabajo, compré un coche, y más tarde también una casa. Era una persona normal que tenía “todo lo que se necesita para ser feliz”. Pero me sentía como un pájaro en una jaula con la puerta abierta, sin valor para salir. La vida, por sorpresa, dio un giro por mí, y pude volar. Se me ocurrió ir al camino de Santiago para encontrar un nuevo rumbo. Peregriné cinco veces hasta entender que la meta es el camino, y que no hay que tener prisa, porque al único lugar que tenemos que llegar es a nosotros mismos. Para eso tenía que estar atento a lo que no se ve. Ahí empezó un sendero en el que las señales del destino me iban indicando por dónde seguir. Me encontré entonces en medio de un laberinto sin principio ni fin. Hasta que hallé la llave que daba a todo un nuevo sentido.