Llegué a este mundo radioactivo en 1986, anticipándome un par de meses a la catástrofe de Chernóbil, entre los fríos de enero y el calor de unos buenos padres.
Mis primeros pasos marcaron los siguientes, recorriendo el camino con ritmo constante, natural, sigiloso y solitario.
Desde muy pequeño desarrollé el sentido crítico y la espiritualidad, cuestionándome el porqué de una sociedad artificial. Esta filosofía de vida me ha obligado a nadar contracorriente, pero también me ha otorgado la fuerza necesaria para bucear muy por debajo de la superficie.
Contribuyo a formar almas en una escuela, lo cual me permite dar rienda suelta a los valores que me hicieron ser quien soy actualmente y prevenir a las nuevas generaciones de la artificialidad imperante.
En mis ratos libres trato de desaprender gran parte de lo aprendido, para poder aprehender lo poco aprendido digno de no ser desaprendido.