Aunque solo supongan una mínima presentación, son necesarias las solapas. Al llegar otra vez a la disyuntiva entre dejarlas estar, en blanco, o confeccionar alguna de esas usuales biografías pretenciosas, después de reflexionar durante cinco largos segundos, opté por implantar en ellas la fotografía de unas auténticas solapas, las de la primera chaqueta que tuve a la mano. Pero como también peco algo de perfeccionista, y los espacios vacíos siempre me parecieron una pérdida de oportunidad, pues al ver aquellas dos impolutas solapas, me pareció su ojal, muerto, un poema vacío o un verso de lomo roto. Sin demasiado que celebrar, también me pareció una cursilada ponerle una flor al ojal. Quizá podría decorar-las con mi precocidad en casi todo lo cotidiano o por mi menos cotidiana temprana afición a la lectura —desde los clásicos hasta los actuales—, tanto a la narrativa como a la poesía, sin dejar a un lado mi pasión por la historia. Hasta podría enumerar algunos logros en mi larga vida profesional, pero: «agua pasada no mueve molino». Comenzó mi vida laboral —como tanta gente de mi generación— aún demasiado joven, escalando lento pero sin pausa hasta donde se pudo y donde cada peldaño fue un esfuerzo plagado de «palitos en las ruedas». Una vida abierta y convencional, con las raíces clavadas en un mundo rural, un entorno inspirador de poesía y de mis cuatro obras —incluida esta—. No entro en enumeraciones ampulosas con trazas de currículum o florituras. Pero esta vez sí, una foto, que algo de nosotros dirá el rostro. Y como pienso que, si se me lee, «por mis obras me reconoceréis», solo este escueto texto, con la única finalidad de solapar las solapas.