Se cuenta que el autor abrió los ojos una lluviosa noche de santa Lucía, año 1958 del Señor, en un pueblecito de Zamora (Olmillos de Valverde). En el viaje lo acompañaba otro hermano, el cual, más espabilado, salió a la luz hora y media antes. El parto lo atendió la señá María, de ahí su segundo nombre y siempre se oyó que nació medio muerto (él no recuerda nada). La niñez la pasó en el pueblo, rodeado de hermanos (8), de los que él hacía el número 5. Hijo de labradores con poca hacienda (antes decían pobres), a los trece años lo ingresaron en un seminario (el maestro, su madre y la huida de los trabajos del campo lo empujaron). Sobrevivió entre curas cinco largos años hasta ser expulsado (por otear faldas desde la distancia). De los frailes heredó una educación clásica y latina, amén de coscorrones y castigos, los cuales le han servido positivamente para afrontar tiempos futuros. Cambió los Mercedarios por los Franciscanos (Residencia de estudiantes en Zamora (3.º BUP), y al año siguiente (C.O.U.) compartió piso con cinco estudiantes más en la calle Balborraz. En 1979, se matriculó en Filología Hispánica en Salamanca. Después de opositar a varias opciones laborales, en 1989 aprobó las oposiciones de funcionario de prisiones, donde aún sigue en activo. Y entre medias publicó cuatro novelas de ficción: Alhaurín. Viaje sin retorno; Hijos de la luna; El niño que nunca fue a la guerra (Finalista premio Nadal, 2013) y Yo soy la última que hablo. Esta que tiene usted entre manos tal vez beba en la España ya vaciada y narra con nostalgia la historia de cuatro generaciones. Que sea de su agrado.