Refractario, por una extraña manía, a las reseñas biográficas, sólo diré de mí que soy un ciudadano de mundo, aunque de sólido parentesco con Pontevedra, que ya ha alcanzado la mediana edad (aquella en la que no te importa el qué dirán, según me han contado que ocurre a partir del medio siglo).
Y será paradoja, que todo lo que vislumbro hacia delante lo encuentro en el espejo retrovisor. A mi espalda, igual que ante mis ojos, me veo con papel y lápiz en la mesa de un café. Es lo que me pide el cuerpo -y la mente-, sin ningún reproche para la apasionante profesión que he ejercido, y en la que continúo, desde el lejano 89 del siglo pasado: la de psicólogo.
Toca, pues, atender a las otras vocaciones. Escribir, lo primero; aunque también pintar, cocinar y recorrer los campos en busca de plantas silvestres comestibles, esta última, tal y como están las cosas, una actividad -no diré profesión- de futuro.
¿Incursiones en la literatura? Una novela, Luna en los charcos, autoeditada en 2000, y un cajón repleto de ficciones. Mi propósito: vaciar el cajón.