«Burgos, capital de la provincia española homónima, situada a orillas del Arlanzón». Así han definido tradicionalmente a esta ciudad las viejas enciclopedias de papel. Y, siendo cierto, sería tan injusto como erróneo limitarnos a los términos de esa escueta definición, porque Burgos es mucho más que eso. Es la antigua «Cabeza de Castilla», su «Cámara Regia», «la primera en la voz y en la fe», la que fue madre y tumba de reyes. Aquí vivió el Cid Ruy Díaz y aquí comenzó la gesta que ha puesto el nombre de Burgos en lo más alto de la historia de la literatura universal. Por sus calles ha pasado más de un milenio de peregrinos camino de Compostela, a quienes se dio albergue y atención como en ningún otro lugar de la ruta jacobea. Y aquí tuvieron su sede condestables, obispos y abadesas que gozaron de un poder extraordinario y nunca visto antes en los reinos de España.
Las estadísticas oficiales le reconocen una población de casi 175 000 habitantes, pero a buen seguro no han tenido en cuenta que en Burgos también viven autómatas grotescos de aspecto inquietante, imágenes sobrecogedoras que en tiempos sudaron sangre, gigantones venidos de las cuatro partes del mundo y Gigantillos llegados de no se sabe dónde, sin contar una infinidad de seres de piedra que han sido testigos de su historia y andan repartidos por plazas y rincones.
Y como si todo esto no fuera suficiente para causar admiración, la ciudad, además, da bien de comer a los propios y a los extraños que se acercan hasta ella, que aquí son tratados no ya como aquellos antiguos reyes, sino como emperadores. ¿Qué más se le puede pedir?
De todas estas cosas se trata en este libro y también de muchas otras que, junto a las anteriores, han hecho de Burgos una ciudad única.