La sociedad actual nos exige mucho. Tenemos que ser personas perfectas con hijos perfectos y llevarlo todo para adelante. Sin embargo, somos imperfectos —con nuestra perfecta imperfección, como dice John Legend en su canción «All of me»—, cada uno es único y especial, con nuestras virtudes y defectos, y así es en nuestros hijos e hijas también. No hay que tener prejuicios, sacar conclusiones precipitadas o hacer comparaciones. Como padres o cuidadores, necesitamos sentirnos libres para hacer y deshacer lo que sea mejor para nuestra familia sin tener que lidiar con lo socialmente establecido, puesto que nadie mejor que nosotros sabe qué es lo que les conviene a nuestros peques en cada momento, ya que somos quienes mejor los conocemos. Pero, ¡ojo!, respeto para con el niño o niña y sus propias convicciones si es que las tienen. En mi casa, desde bien temprano, las chicas tienen opciones y deciden sobre sí mismas y sus preferencias en la medida de lo posible y acorde a su edad. Pero a lo que me refiero con sentirse libre es porque creo que todos hemos juzgado antes de ser padres lo que ahora, siéndolo, quizás hayamos hecho también. Es lo primero que aprendí como madre: haz lo que consideres mejor para tu familia y tus hijos, no te cuestiones y no juzgues a nadie, ni siquiera a ti misma. Hay que acompañar a los niños para que aprendan de sus errores, rectifiquen y dibujen su vida a su gusto tomando su propio camino. Como padres, debemos encontrar un punto intermedio entre una educación demasiado estricta y una educación basada en el consentimiento. La familia es un equipo en el que todos aportan —por supuesto, también el niño o niña— y cada uno, desde su posición, al igual que lo hacen los jugadores de un equipo de fútbol, aporta para un buen funcionamiento. Es primordial crear un buen ambiente familiar en el que todos los miembros se sientan escuchados y valorados.