Pedrones es un pueblo con fortuna. Tiene en don Justo un buen médico; en don Crespo el cura riguroso de posguerra que casi nunca faltaba; don Roque, un preboste influyente y generoso (algo raro); una posada bazar; herrero; molinero; carpintero; criador de caballerías; una bruja; escuela; dos panaderos enfrentados por no se sabe bien qué… y sin tener de todo, no faltaba de casi nada.
La televisión, que marca un poco las fronteras del desarrollo les llegó tarde, pero llegó. Los pedroneses sabían vivir sin agua corriente ni alcantarillado, pero contaban con electricidad, un «lujo» precario del que aún carecían en muchos lugares. La iglesia de Pedrones tenía sacristán, era normal por aquellos tiempos sin ser tan polifacéticos como Blas, pero carecía de monaguillos, quizás por la manera de ser de don Crespo.
Los personajes del hipotético lugar no son estrafalarios, eran así hacia la mitad del siglo pasado; las situaciones que representan también lo son hoy, aunque las veamos de otra manera. Parece mentira, pero había autobuses peores al de Manusón; el comercio ambulante estaba generalizado hasta en los artículos que a día de hoy se consideran perecederos, caso de la carne, el pescado, la leche, los huevos…
Lupe Montillo nos narra la evolución de Pedrones con sus ojos infantiles primero, juveniles después y, finalmente, desde su todavía incipiente madurez.