La pasión del autor por su ciudad natal, como las enseñanzas que recibió al conocer la obra de Azaña, le hacen insertar estos dos mundos en un momento de la historia de ambos, justo antes de que se desate en Granada una de las mayores tragedias que vivieron sus habitantes, a pesar de las muchas que los anales de la historia nos relatan bajo los muros de la Alhambra. Quienes esos dos días vitorearon a Azaña en su estancia en Granada ni siquiera podían imaginar, tanto los que asaltaron el poder como quienes fueron víctimas de la más cruel de las represiones, lo que pocos años después de esa visita sucedería cuando se sentaban a la mesa del hotel del Duque o en los salones del hotel Palace de la Alhambra, o cuando visitaba la Casa de los Tiros o se asomaba al balcón del Ateneo de Granada, entonces en la Gran Vía, o mientras se inauguraba un tramo de la carretera que ascendía hasta el Mulhacén.
Esos dos días, con ayuda de El Defensor de Granada, ilustre periódico de entonces, nuestro autor los irá cronometrando del mismo modo «que Granada tiene dos ríos, ochenta campanarios, cuatro mil acequias, cincuenta fuentes, mil y un surtidores», como dijera Lorca, introduciendo en el libro personajes de aquella tragedia cercana, pinceladas del peculiar lenguaje granaíno y recuerdos infantiles del mismo autor que se insertarán, a modo de novela de ficción, con apuntes históricos deslavazados, o como recuerdo de una fecha y de un extraordinario visitante que luego todos quisieron ocultar, cuando antes tocaban el cielo con la yema de los dedos con su presencia, aunque no tardarían mucho en caer en el más siniestro de los infiernos, una devastación entre hermanos.