El reloj de la plaza marcó las doce. Doce fueron las campanadas que dio, como doce eran los meses que habían pasado desde la última vez. Aquella noche, que daba paso a aquella madrugada, fue la primera de una serie de últimas veces que no llegaban nunca a su fin.
Un fin infinito que desbordaría el miedo de cualquiera que supiera la verdad. Sin noticias de nuestros padres vivíamos día a día mi hermana y yo precisamente con miedo, desesperadas por la angustia de si estarían vivos o muertos y dónde, y aunque nos teníamos la una a la otra y eso nos reconfortaba para pasar los años, fui en busca de toda la verdad.
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