Leonino Cerval, a todas luces, solo una cosa podía sacarlo del estado mental lleno de reflexiones y deducciones en el que había caído. Él, que ya tenía una edad avanzada, y muy pocas ganas de seguir con gestiones administrativas y de pagar impuestos, se alegró como nunca se había alegrado de algo cuando le llegó, sin esperarlo, la notificación para la expropiación de una gran parte de la finca que había heredado de sus padres; era la oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando. Como era lógico no se conformó con eso, y cedió a la propuesta que le hicieron de vender el resto del terreno para la construcción de un hospital y de un parque anexo.
Ahora, aunque le lloraba todos los días a su madre, su manera de ver las cosas había cambiado y, por lo tanto, los planes. A la hermana Fátima no le gustó al principio mucho la idea de vender, pero cuando comprobó la cantidad tan importante que ofrecían, cambió de idea. Una ocasión tan buena como esa podía tardar bastante en llegar y no era momento de cuestionárselo.
Apenas dos años después de aquella ventajosa jugada económica, la finca, que durante tanto tiempo fue el latifundio del pueblo, se convirtió en un entramado de carreteras, túneles y puentes que habían construido por medio de sus tierras. Arrancaron casi todos los olivos, y los que quedaron nadie les cogía las aceitunas ni los cuidaban, se espesaron de ramas y la tierra se llenó toda de yerbas. Parecía más un bosque de acebuches y taraje, que una tierra de olivos. No dejaron ninguna de las plantaciones de cítricos que tenían al lado del olivar, incluso la viña que sembraron en la ladera del monte pegado al cortijo y que tantos puestos de trabajo dio en aquel tiempo, la habían arrancado para no sembrar nada. Ahora, algunos años después de cerrar todos los tratos, disfrutaba del capital acumulado y llevaba una vida ociosa libre de problemas económicos.