Esta es la tercera parte del tetrapoemario Granos de arena dorada. En la primera se busca la forma de encontrar lo perdido, cual holandés errante; en la segunda parte, tras años de viaje en la vida, como una odisea, se topa con lo buscado, pero las circunstancias que viven hacen casi imposible que el encuentro se mantenga, aunque el fulgor original arrase con todo lo que se opone, aunque la conciencia desarrollada en el viaje existencial les lleva a restringir lo que debió ser, pero los hados, el destino, cortaron. Aun así, tras volver a sus dos mundos, ese fulgor que se mantenía cual chispa del Ave Fénix, pese a jurarse ante el altar del supremo el acallarlo para evitar la destrucción de sus vidas, chispeaba el furor vital y de la creación que hace hincar las rodillas al más poderoso, tal como dicen en la India, que cuando el dios del amor enfila a sus escogidos y clava sus arpones en quien elige, hasta los dioses más poderoso sucumben a su furor. La vida se convierte en un vaivén de emociones, un carrusel de vivencias buenas y malas, una montaña rusa de alegría y tristeza, un enfrentarse a uno mismo y a los demás, hasta que, como el metal en el yunque del herrero, por recio y resistente que se sea, ante el fuego y los golpes de las mazas, uno se ablanda y se amolda a lo que el dios del amor desea.
Sí, todo está en nuestras manos, ¿todo? Y eso es la fuerza del deseo, que es otra forma de llamar al destino. Sí, está en nuestras manos, en nuestra responsabilidad individual el coger el billete que los hados nos han entregado y subir a bordo de ese cometa que irrumpe desde lejos, se acerca, nos asombra y… y para sí decimos sí a perdernos entre las estrellas, a donde nos llevará este cometa azul, este sueño que nos despierta…