Erudición insinuante y despiadada, llevada al límite de lo admisible para la buena convivencia, que no necesariamente se disuelve en el abigarrado narcisismo de un superfluo o efímero private joke, aunque mucho de ello quede esparcido aquí y allá; sátira política, social y cultural, en festiva gesticulación para exhibir incorrección de niño maleducado y falta de respeto hacia todos los “valores”; sentido del humor a cuya acidez ninguna cosa humana resiste demasiado tiempo sin desmoronare o mostrar sus llagas abiertas.
Hubo una época, o quizás siempre ha existido una trayectoria y un itinerario secretos a lo largo de todas las épocas de la cultura europea, desde sus orígenes mismos en Grecia, en que el hombre culto se tomaba tan en serio a sí mismo y tan sólidos eran sus fundamentos vitales (o en realidad, no) que podía permitirse a ratos manifestarse en la franca libertad de una sonrisa llena de sabia frescura, ante la que nada podía presentar credenciales de verdad sin mácula de su reverso obsceno.
La literatura contemporánea, salvo contadas excepciones, ha perdido el hilo de esa secreta pasión por la genuina visión satírica, es decir, se ha enajenado de su origen en la forma de la vasta y transgenérica “Menipea”, pues no de otra categoría cultural se habla aquí para evocar el vínculo de esta obra despiezada, atomizada y queridamente hecha, deshecha y rehecha, bajo el influjo soterrado de los humores del momento, la única razón de ser para un hombre sacudido por la perplejidad ante una realidad que por ella misma no es nada más que ilusión diferida de una verdad improbable, a la espera del previsto desenlace.
Pues donde todo es insania que se desconoce a sí misma, la caperuza del bufón sobre la calavera del pobre Yorick vuelve a convertirse en el espejo del Príncipe jorobado.