Presentamos una obra múltiple y multiplicadora. Escrita «a dos manos», acaso con tres voces, El espíritu… danza entre la narrativa, la filosofía, la crítica sociopolítica y la poesía. Desata una desaprobación radical de los mundos que vivimos, de las sociedades que componemos, de las formas de subjetividad apoderadas de nuestros corazones y de nuestros cerebros.
Del brazo de dos personajes centrales, uno que ha «desaparecido» y otro que recibe el encargo de publicar el texto de su amigo ausente, pero astillándolo con todo tipo de críticas —literarias,
teoréticas y existenciales—, las páginas de este ensayo novelado se ven asaltadas por temas que abarcan casi todos los aspectos del devenir humano coetáneo: la vida como obra, la sensualidad
poética, la fuga como arma, la escritura como motor de la existencia, la locura excepcional, el suicidio antiguo… Siguiendo una línea quebrada, con evasiones y regresos, pérdidas e insistencias,
al estilo de las llamadas «escrituras discontinuas», los fragmentos de El espíritu… van dejando un poso acumulativo de desafección hacia la Modernidad mercantil y administrativa.
He aquí la mimbre del relato:
Víctor Araya, alter ego de Pedro García Olivo, un ser errático y anárquico, en las vísperas de su «desaparición» envía la obra a Ernesto Figueroa, su mejor amigo, comunista chileno exiliado
en Budapest, ciudad en la que ambos residieron por los años del socialismo real. Le remite el manuscrito porque sabe que a Ernesto El Espíritu de la Fuga no le gusta en absoluto y le ruega
que inserte en el texto definitivo todas sus objeciones, a modo de «notas» e «incisos».
Tenemos, pues, una novela que incluye su propia crítica, rigurosa y sustancial, que habla constantemente mal de sí; y dos caracteres, enfrentados en su concepción del mundo y en su manera
de transitar los días, que explicitan paso a paso sus divergencias —dos personajes indisolublemente unidos por la amistad, una amistad profunda hecha de discrepancia y de respetuosa
incomprensión—. Probablemente, Ernesto Figueroa aparezca asimismo como «otro» alter ego de Pedro García Olivo, quien, abordando todos los asuntos llameantes de la existencia en los
tiempos sombríos de una contemporaneidad naufragada, manifiesta su escisión fundamental, el alma dividida con la que construye, demuele y retoma su personal universo mítico.
Víctor Araya narra acontecimientos que se desencadenaron en la Budapest tardo-comunista de fines de los 80, trenzando una historia singular de amores, enemistades, violencias, sensualismos,
locuras, voluntades de morir e infamias de que fue a ratos protagonista y en todo momento testigo. Y Ernesto Figueroa, aparte de atender la demanda de su compañero, cuestionando el
texto desde su primera línea, buceará por las creaciones anteriores de Araya, por sus libros y por sus cartas —y aquí aparece la «tercera voz» a la que nos referimos—, para argumentar una tesis
grávida de esperanza: que Víctor Araya no se ha suicidado, que sigue vivo, que desapareció para volver a nacer, para reinventar su vida en otra parte y con otra gente, permitiéndose, a tal objeto,
y fiel a ese «espíritu de la fuga» que lo constituye, una horrible crueldad para sus allegados.