Conservamos la costumbre de escribirnos de vez en cuando, aunque ya viviésemos juntos, desde aquel año que pasamos separados: tú en Madrid, yo en Singapur. Costumbre que, en realidad, venía de antes, de los inicios de nuestra historia, y que yo mantuve después, después de que me dejaras.
Al principio fue una especie de terapia. Tenía que seguir escribiéndote a pesar de que no me leyeras. Movido por la obsesión, también me dediqué a ordenar y transcribir los papeles que nos habíamos cruzado mientras vivíamos juntos, como en un intento inútil de preservar lo efímero de la nada.
Un día pensé que, si expurgaba lo estrictamente íntimo e innecesario, podría salir un libro precioso.
Y el libro es precioso. Tiene más de cien dibujos, muchos los reconocerás. A veces tracé esbozos rápidos, caricaturas, cómics. Otras, dibujé paisajes de asombro, momentos de luz y retratos de tu rostro y de tu alma, de tu sensualidad. Es, desde luego, una historia de amor. De amor real, vivido, manifiesto.
Pero, sobre todo, el libro habla del sentido, del sentido de la vida y de la muerte. Lleva, ciertamente, un mensaje de trascendencia. Pero reniega de la fe. Se basa en la experiencia. Desenhebra ese hilo invisible que une el mundo interior con el espacio exterior, el sueño con la materia, que nos conecta con lo otro y con los otros: horada el yo.