La abuela de mi amiga Martina formaba parte de una mesa camilla de faldas floreadas sobre la que reposaban una caja de acuarelas y un pequeño caballete, que eran su mayor tesoro. Solía pintar en silencio mientras su mente viajaba al pasado, a los años vividos en París, a la luz, al color, a un amor que se desvaneció, a las detenciones, al horror de la guerra…
En los momentos de más nostalgia venía a su memoria la melodía inacabada de un violín. Era entonces cuando escribía aquellas cartas que jamás echaba al buzón.
Por cierto, soy Irene y esta también es mi historia.
Conocí a Martina en los años sesenta, cuando llegué al pueblo a la casa de mis abuelos. Mi padre había emigrado a Alemania y la añoranza por su ausencia me llevaba a mirar cada día el horizonte desde la buhardilla. Lo que no sabía era que más allá de esa línea lejana me estaría esperando el destino para ponerle un punto y seguido a la historia de París.