El Muro de Berlín, así, con mayúsculas, pues es nombre propio, es El Muro por excelencia. Hay otros muros más o menos famosos las Murallas de Ávila, la de Constantinopla, la gran Muralla china, etc. Pero el que mejor refleja la segunda mitad del siglo XX y la Guerra fría es este. Los muros siempre tienen dos lados. Uno exterior, que protegía del enemigo, impedía que dicho enemigo entrara en una ciudad, un burgo, y otro interior, que hacía que los habitantes de dicha ciudad se sintieran tranquilos, sabiendo que estaban a salvo, que el muro les resguardaba y defendía. Pero el Muro de Berlín solo presentaba un lado. No se construyó para defender, proteger o resguarda a nadie. Todo lo contrario. Se erigió para impedir que las personas huyeran, literalmente, de ese odioso régimen que llamaron “el paraíso de los trabajadores”. Tal era la confianza de los dirigentes de ese régimen en sus bondades que hubo que construir esa aberración humana para que no se escaparan todas las personas que lo hacían cada día antes de la construcción del Muro. Se supone que también protegía al régimen de ideas perniciosas y de influencias externas que contaminaran la felicidad de las personas recluidas intramuros. En este libro se nos ofrece una mirada histórica y cinematográfica de lo que significó el Muro de Berlín para ambos mundos, uno ya mentado, y el otro, el pomposamente llamado “mundo libre”. Cada lado ofrecía su visión como única forma de vivir.