El sentido común de la inteligencia es un relato que aún sigue buscando su identidad porque no sabe si es la vida de los personajes de una novela o si son los razonamientos de un ensayo que se les caen encima. Pero le da igual ser la novela que sale de un ensayo, o ser el ensayo que se viste como una novela.
Lo sustancial es que en la zapatería de Edelmiro, en la cocina del abuelo de Jacobo, en la facultad de don Horacio, en la salita azul del balcón de Pilatos o en la taberna de Ramón, se disfruta compartiendo el corazón y filosofando para intentar encontrar el secreto de la famosa vida buena que anunciaba Sócrates.
Y desde luego Edelmiro, Veremundo, Abelardo, doña Chonita, Horacio, Francisco… y todos los filosofadores comprendían que el sentido común y la inteligencia están tan emparentados con esa vida buena que no conocen otro camino mejor para alcanzarla.
Naturalmente son secretos que solo se pueden descubrir hurgando en la vida de las personas que tienen curiosidad por adquirir el conocimiento que gobierne su comportamiento.
Son personas que están permanentemente buscando respuestas, aunque muchas veces solo puedan quedarse en las preguntas, y por ejemplo quieran saber si es posible llegar a definir la inteligencia, si la conducta inteligente hace más fácil el camino de la serenidad, o si la inteligencia es una entidad única que gobierna la vida de algunas personas o está fraccionada
en muchas porciones que crean personas con inteligencias unilaterales.
Pero desde luego el mayor hallazgo de los filosofadores, el que más les chocó, fue descubrir cómo el hermano pequeño de la inteligencia, el sentido común, que no es ni más ni menos que «la sensatez» de Sócrates, se alzaba desde el mundo de los tópicos para emparejarse íntimamente con la inteligencia y conseguir que esta no pudiese dar ni un solo paso provechoso si
antes no había pasado por el tamiz del sentido común.
Y ahí estaban las vidas propias y las ajenas para demostrarlo cada día.