Faustino Diego es un hombre joven, aunque ya notablemente superada la frontera con la madurez. No muy apuesto, pero resultón, venal y pinturero.
Su vida iba sobre raíles, como el metro que tomaba cada día muy cerca de casa para ir a su consulta de protésico dental. Hasta que una mañana le llegó una carta certificada de una ignota notaria —me encanta cómo suenan estas dos palabras juntas— de un todavía más ignoto pueblo castellano. Esa carta iba a cambiar su vida.
Hombre de fantasía desbordante y dado a la ensoñación, al flirteo y a lo que pueda surgir, su aspecto más bien macizo, con ligeras pinceladas de batracio, no encandila a las mujeres, pero sí que las inquieta —que en ocasiones viene a ser lo mismo o mejor.
A lo largo del viaje que sigue a la carta se verá inmerso en situaciones delirantes, jocosas, gangosas e incluso arriesgadas.
Al final nada se aclara y todo se pospone. Es una pequeña burla que el autor, hombre insensato, se permite, movido tal vez por el inconfesable deseo de escribir una segunda parte de esta historia.