El día en que Ramón Bugallo partió, desde el puerto de Vigo rumbo a
Montevideo, la familia albergó la esperanza de que la separación no fuese
muy larga, un par de años tal vez. Irene, su esposa, y sus dos hijos, Ramiro
y Élida, confiaron su futuro a un sueño. El sueño de tantos inmigrantes
que partieron camino de la otra orilla: América. Pero siete años más tarde,
Ramón seguía en Montevideo y ellos en Laxe continuaban esperando que
los reclamase para reunirse con él. Sin embargo, todavía no habían perdido
del todo la ilusión, por lo menos, hasta que aquel desconocido trajo la
noticia de su muerte. A partir de ahí, los sentimientos de la familia fueron
recorriendo fases. Primero, la decepción, a esta le siguieron las sospechas,
después la incertidumbre y, por último, la determinación.
La decisión de Irene de emprender viaje en busca de respuestas asombró
a los hijos. ¿Acaso, desaparecido el padre, existía la posibilidad de marchar
a Montevideo? Sí, la había. Pero, para ello, Irene debería pagar el
precio de reencontrarse con su pasado. Y estaba dispuesta a pagar porque
la realidad de Laxe no le dejaba alternativa. No obstante, como no somos
dueños de nuestro destino, a veces, se empeña en jugar con nosotros. En
este caso, lanzó un doloroso zarpazo.
Unos meses más tarde, Irene y su hijo, a bordo del vapor Monte Udala,
partían del puerto de Vigo rumbo a Montevideo. Dejaban atrás lo más importante
de sus vidas. Iban en busca de la verdad, pero, sobre todo, intentaban
alejarse del dolor. En el puerto quedaba la imagen de aquellos dos
niños cogidos de la mano, que despidieran a su padre unos años antes.
Una imagen que se fue desvaneciendo a medida que el barco se alejaba.