En esta segunda parte, la novela narra las peripecias de la extraña pareja formada por Ramiro y Soledad, que ha de superar infinidad de pruebas, ayudados por sus amigos madrileños; Esteban, Servanda y Amadeo, de la empresa farmacéutica Aristifarma. Tras el percance en Madrid, la historia se enreda todavía más en Trubia con la familia del director de la Escuela de Formación Obrera y en el convento de Concepcionistas de la villa, donde Soledad se ha retirado. Y todo… todo… por tratar de doblegar al destino que se empecina en separarlos.
La pequeña Felicitas no encaja en la familia a la que sirve, que la menosprecia y maltrata, y se ve incapaz de encontrar ayuda en su familia. Pero las desgracias no solo se ceban en ella, sino también en Luisa y su madre, a las que Raúl no logra proteger.
Al igual que en la primera parte, la pincelada divertida la pone el travieso José González hijo, junto a su inseparable perro Morín, y el toque espiritual, el angelical de su hermano Miguel.
En plena República, el país convulsiona hacia el desastre mientras Dragonte, aislado en la montaña, a pesar de encontrarse a apenas cinco kilómetros de la señorial población de Villafranca del Bierzo, permanece al margen de conflictos políticos y enfrentamientos.
El sacerdote, en penitencia autoimpuesta, poco a poco va superando sus debilidades, lo que hace que su bondad prevalezca sobre sus episodios de presunción y de ira.
Un rosario de sacrificios inútiles, desconsuelo, estupros, odio, venganza y un desenlace súbitamente casi pleno de felicidad y esperanza que, insólitamente, deja la puerta abierta al infortunio.