Supongo que mi historia no es muy diferente a la tuya. Chico conoce a chico y empieza el desastre. Una batalla donde los miedos y las dudas luchan por sobrevivir contra la razón y la emoción. Y yo, que soy de echar a correr a la primera de cambio, tan frágil como la espuma del mar, un mar helado a juego con las mariposas muertas que quedaron en el estómago en aquel invierno polar. Me perdí en medio de corrientes circulares, intentando parar un tiempo que no se detiene por nada del mundo. Y fue un infierno de resacas que no se curan ni con el sol de primavera; por muchas veces que nos perdamos mirando relojes que marcan la hora de salida, no aprendimos a controlar el tiempo. Cuando parece que la guerra ha terminado, me doy cuenta de que no ha hecho más que empezar, como el verano que llega para remover las arenas movedizas que guardamos en los bolsillos. Con un sol que abrasa las heridas que no han cicatrizado y que ya hacen juego con los tatuajes que dibujaste en mi piel. Y nos dejamos la piel intentando que el otoño fuese diferente, a contracorriente. Dibujando paredes de recuerdos futuros para que esta vez las alas con las que volábamos libres no quebrasen al renacer, para poder elegir entre vivir o soñar sin dejar de ser, volviendo a dejar entrar. Intentando querer bien. Y nos volvimos imparables, por un momento. Y escribimos con permanente nuestra historia en un cuaderno en blanco al que titulé Estaciones. Porque la vida son estaciones… y tú y yo nos las hemos hecho todas. Hasta llegar a la quinta, donde ya no estamos sin dejar de estar… tan perdidos o más que cuando echamos a volar hace años, por primera vez.