Un experimentado psicólogo de mediana edad sufre un grave percance y cae en el pozo de la lamentación, a pesar de la serenidad y equilibrio que siempre difundía para combatir las depresiones de los demás. Sin embargo, no es capaz de rehacerse ante la sociedad y su familia, que intentan ayudarle, incluso con el auxilio de un perro que su hija le fuerza a comprar como él se lo aconsejaba a sus pacientes en soledad.
Tras haber sido rescatado de una accidentada desaparición, trata de engañar a los demás para no suscitar compasión y acepta propuestas de ellos con cara sonriente y palabras que causan una favorable impresión. Incluso participa en un viaje en grupo con el que le obsequian, que sirve para conocer a nueva gente y le distrae meridianamente con mucha meditación.
Al reincorporarse al trabajo cotidiano y ofrecerse a cooperar con una ONG, se da cuenta de que existen problemas muy superiores al suyo, el cual tenía como el máximo exponente de penuria que podría padecer un humano.
Después de reflexionar sobre su evolución vital desde la juventud, intenta recuperar lo perdido con el riesgo de no ser correspondido por quien poseía la consanguineidad de la que era deudor, y busca lo más importante para reinsertarse otra vez: poner en valor que la vida solo son cuatro días y dos ya se le habían pasado.