Poco después de la muerte de la abuela Fina, Adair recibe el manuscrito en el que describe su desgarradora experiencia vivida en el campo de concentración y exterminio nazi de Ravensbrück. Ella prefirió esperar a ese momento para no transmitirle en vida el frío gélido de sus recuerdos ni hacerle partícipe de su desgracia, para que su mirada transparente fuese siempre transmisora de cariño, pero sin sombras ni ningún tipo de angustia.
Pero también recibe el importante encargo de dar a conocer los detalles, hacerlo público para que no fuese olvidada tanta barbarie, no con un afán de venganza, sino de justicia y así poder hablar también por las miles de personas que no lo pudieron hacer. Al poner en el relato el rostro y el alma de la abuela, al personalizar la experiencia, conseguirá una historia humana cercana que podrá llegar al corazón del lector, superando las frías estadísticas de las cifras que pueden deshumanizar de modo involuntario a las víctimas y trivializar lo profundamente humano de sus tragedias.
Una situación extraña y excepcional de aislamiento pondrá a Adair en contacto con el fanatismo y la sinrazón, porque en la naturaleza humana pueden aflorar las aguas poco profundas de la bestialidad, pero también descubrirá la solidaridad, la amistad y el compañerismo en estado puro, la capacidad ilimitada de entrega, la posibilidad de amar por encima de cualquier obstáculo.