Solo la inocencia de una mente sin maldad es capaz de aceptar un sacrificio por amor sin esperar ninguna contraprestación a cambio del mismo, confando en que el destino será, cuanto menos, tan justo como él ha sido con sus semejantes.
Cuán doloroso debe ser para el corazón de una inexperta adolescente ver cómo cae a sus pies el castillo de ilusiones que había construido sobre una base cuyos inseguros cimientos estaban asentados en una muy bien timbrada voz que, a través de unas dulces baladas acompañadas por las afnadas cuerdas de una guitarra, eran entonadas cada noche de aquel caluroso verano por un trovador totalmente desconocido desde una vivienda próxima a la que ella vivía, y que, por supuesto, ella tenía el convencimiento de que iban dedicadas única y exclusivamente a su persona.
Aunque el sutil destino, o quizás la vida misma, puede guardarle una nueva prueba que la lleven a comprender que cuando el corazón toma una decisión de esa índole, nada ni nadie tiene sufciente fuerza para hacerle cambiar de opinión, aunque para ello tenga que derribar muchos de esos vetos que ella siempre se ha fjado como intocables.