Estos versos inquietantes nos cantan la realidad razonada, desde la crítica de la razón literaria, que el autor vive, y por ello puede escribirlos. El poeta canta a la realidad que lo rodea, que le da forma, con las palabras —luz— que lo concreta y hace de sí mismo lo que es. Huye de la llamada «poesía de la experiencia» que a mediados del siglo XX surgió, como tantos otros movimientos poéticos, entre los críticos, para llenar reseñas y artículos en periódicos. El autor también se aleja del idealismo, lo defenestra de toda razón, ya que para él es una senda hacia el fracaso personal y social. No hay más que saber a dónde condujo el idealismo alemán; Kant, Schopenhauer, Heidegger, Nietzsche, y más tarde, en España, Ortega y Gasset. Pues ni más ni menos que a dos guerras mundiales.
En estos poemas, el autor es testigo de su tiempo, y lo vive como contraste para poner en relieve su rebeldía al disfraz con que dicho tiempo trata de narcotizarlo, aceptando —ya que la realidad solo cabe admitirla— que sus instantes llevan el sello de lo cerrado, de lo finito. Con rotundidad, lo que aquí se canta es un fin de época —hispanogrecolatina— por el auge del individualismo salvaje, del YO, pero de un YO globalizado por el pensamiento único, corriente social que domina todo Occidente por la vacuidad de valores humanistas objetivada a mediados del pasado siglo, entre otras ingenierías sociales y, sobre todo, culturales, por el salto existente entre la tecnología —buena en sí misma, pero mal consumida— y la etnología actual.
E.A.