«Nunca tuve una vocación hasta que conocí la maestría de alcoba. Y, a pesar de saber que dedicarme al arte de la alcoba tendría como precio estar solo, encontré una compañera de vida. Pero tal y como vino Cristina, se fue. De la manera más cruel. Sin darnos tiempo a disfrutarnos. Y ahí se acabó todo para mí. ¿Qué sentido tenía seguir siendo el maestro de alcoba?
Solo después de unos años a la deriva, hundido por el dolor, me reencontré con la maestría de alcoba a través de una serie de sucesos.
En ese momento, conocí a una joven y, desde las primeras frases que nos escribimos por Instagram, lo supe. Y no solo sabía que era ella. Sabía que nos veríamos muy pronto. No sé explicarlo, pero fue una certeza.
Cuando a las pocas semanas me crucé con ella, dudé. No se parecía a la mujer que visualicé en nuestras largas conversaciones por teléfono. Hasta que no la toqué, creí que la había idealizado. Hasta que no la toqué, no supe la verdad: había visualizado a la mujer que sería. A la mujer en la que se convertiría. Madura, sabia, segura, misteriosa y atrayente.
No puedo explicarlo, pero lo vi antes de que ocurriera. Después de tanto tiempo, encontré a la siguiente maestra de alcoba. A mi aprendiz.
Lo que no sabía es que me equivocaba de principio a fin».