Como océanos condensados en una gota de rocío. Fugaces, como un
cometa que traza su esperanza de nieve en el lienzo negro de la noche.
Hay besos, hay versos, en los que cabe toda la eternidad.
Dejó escrito en su voz Robert Allen Zimmerman —quien también
atiende al nombre de Bob Dylan— que «la respuesta está flotando en el
viento». Y así, tan efímera, tan frágil, tan invisible, puede ser la realidad,
que con este nuevo poemario Díaz Galán desea revelarnos sus esencias,
nos invita a observar junto a él, desde su atalaya, los destellos de verdad
que habitan en el vuelo de una gaviota, en el peso inmedible de una hoja
al precipitarse por las escaleras del otoño, en las macetas cuajadas de flores
a la luz de una luna de abril.
Leer a Ignacio es abrazar las huellas de su asombro antes de que el mar las
cubra de espuma, es doblar las esquinas de sus ojos, seguir con tu mirada
el halo zigzagueante de sus desvelos. Sabedor de la precisión de arquero
que late en el haiku, embelesado por el vino dulce de las bulerías, el poeta
conoce el ritmo de nuestro tiempo y se sitúa equidistante a la, cada vez
más, urgente forma con que degustamos la vida, ofreciéndonos en esta
obra sutiles pistas, doradas brújulas para el camino cuya elegante levedad
invitará a todo lector a saber cargar con la esquiva certeza de sus pasos,
naufragados, al fin, en las orillas de su estrella polar.